Por P. Fernando Pascual

Hay decisiones en las que tenemos bastante claro cuáles serán las consecuencias que provocaremos.

Si afirmo en esta reunión que el administrador comete errores en sus cuentas, sé que se va a enfadar y que el grupo se sentirá muy incómodo.

Si en familia hago notar lo poco que colaboran algunos, sé que la tensión aumentará por un tiempo más o menos prolongado.

Si una y otra vez prefiero ver las últimas noticias en vez de responder varios mensajes importantes, sé que seguramente al final responderé tarde y mal.

La lista anterior se refiere a consecuencias negativas, pero se podría añadir un buen número de ejemplos de consecuencias positivas.

Por poner una entre muchas: sé que si sigo la dieta me sentiré mejor y los próximos resultados en los análisis lo reflejarán, para alegría de uno mismo y de familiares y amigos.

Existen consecuencias no previstas, algunas totalmente imprevisibles, otras previsibles con un poco de atención y de perspicacia.

Lo urgente es reconocer que todo lo que decido tiene sus consecuencias, para mí mismo, y para otros.

Por eso es importante, a la hora de escoger qué vamos a leer, cómo organizar estas dos horas libres, y cuándo rellenar los formularios para el ayuntamiento, tener ante nuestros ojos las consecuencias de lo que hagamos (o dejemos de hacer).

Al inicio del día puedo, siempre, dirigir una mirada hacia delante para preguntarme qué resultados (y consecuencias) me gustaría alcanzar, para que así aleje aquello que pueda provocar daños, y persiga y escoja lo que sirve para avanzar un poco hacia todo lo que sea bueno, noble y bello.

 


 

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