Por Arturo Zárate Ruiz
Dios nos ama de manera muy personal, tan así que nos llama a cada uno por nuestros nombres. No nos hizo a ninguno de nosotros igualitos, como si fuésemos salchichas salidas de una fábrica de embutidos estandarizados. En este sentido, somos únicos, especiales.
Sin embargo, no creo que Dios sea siempre amigo de la singularidad. Al menos no lo era san Pascasio, según leo en una obra del venerable Luis de Granada. El santo fue abad de un monasterio en Francia, en el siglo IX. Un día corrigió a un monje porque había hecho más oración que los demás. ¿Pero por qué lo castigó? Por querer, por vanidad, sobresalir entre sus hermanos. En eso consiste en gran medida el pecado de la singularidad.
Tal vez no lo sea en un contexto de competencia comercial. Hasta un taquero quiere ganar clientes ofreciendo mejores tacos o, si no los mejores, si los novedosos para quienes somos tragones. De hecho, los economistas elogian este esfuerzo de competencia pues por ella hay progresos en una sociedad.
Pero aun esta singularidad tiene sus asegunes. En una época, como la nuestra, en que era difícil encontrar trabajo, Baltasar Gracián recomendó “Excelencia en lo mejor” para ser contratado uno en vez de gente mediocre. Y también recomienda si uno no lo es en lo mejor, “Excelencia de primero”. Con ello propone ofrecer algo novedoso si uno no destaca, por decirlo de alguna manera, en los tacos que todos venden. Recomendó esto especialmente a artistas del pincel. En cuanto a ser novedoso, instruyó que quien no pueda igualar, por poner un ejemplo, a Da Vinci en el sfumato, que pinte a brochazos y destaque en eso como, por poner otro ejemplo, Velázquez. Ambos lo hicieron muy bien en lo suyo. Sin embargo, hay un momento en que los artistas por no poder sobresalir en lo mejor, es más, por ser completamente incompetentes en todo, se las arreglan para dizque asombrar con ocurrencias, como la de un plátano pegado en una pared de Maurizio Cattelan, el cual vendió (encontró un comprador más chalado que él) a 6.24 millones de dólares. En gran medida este ha sido el devenir de mucho arte contemporáneo.
Y el devenir desde hace siglos de la filosofía. Sin poder ya no digo igualar sino acercárseles un poco a los genios de Aristóteles o Tomás de Aquino, los filósofos dejaron de investigar el ser y se dedicaron más bien a sólo pensar con singularidad. No niego que Decartes o Kant hayan logrado esto último, digamos, algo bien. Pero de tanto pensar la mayoría ya no sabe si elucubra sobre la inmortalidad del cangrejo, la cangreja, o le cangreje, eso sí, cumpliendo con la inclusividad que ahora manda la Constitución mexicana. En cualquier caso, José Alfredo Jiménez lo hace mejor que todos estos pensadores pues, cuando dice “la vida no vale nada”, al menos canta.
Los científicos ahora no se libran de perseguir la singularidad. Al menos desde que a un señor Kuhn se le ocurrió que sus modelos, la ciencia misma, cambian según piense, no investigue, cada investigador de manera singularísima, este último suele preocuparse más por lo que llaman “paradigmas” o formas de pensar que en averiguar la realidad. Por poner un ejemplo, se esfuerza en explicar sus métodos y en refinar dizque de manera novedosísima sus teorías sobre la mosquisidad de la mosca, pero no es capaz de afirmar o negar si hay esa mosca en su sopa, cuando mucho, pretende, según su renovado lenguaje, “falsificarla”.
Se dan vanidosos “teólogos” quienes, para destacar, proponen novedades más viejas que el hilo negro, y, para hacerse notar, salen con arrianismos como ese que niega la divinidad de Jesucristo y lo considera simplemente como un hombre bueno, que, si así hubiera sido, no debió entonces de ser tan bueno por creerse Dios.
Hay quienes, para justificar sus perversiones, proponen nuevas moralidades. Lo hicieron los nazis al defender la superioridad de una raza, matando a los judíos. Lo hacen ahora quienes promueven falsos derechos reproductivos matando niños con el aborto.
Pero el problema no se reduce a la novedad. Incluye también pretender ser de manera singular el mejor. Baste un ejemplo, mal futbolista es el que no juega con su equipo sino sólo quiere sobresalir individualmente cazando goles.
Imagen de Yolanda Jost en Pixabay