Por P. Fernando Pascual
Cada embrión humano empieza a existir desde una madre y un padre. Vive en relación. Crece y camina hacia el parto gracias a quienes lo engendraron.
Recordar este simple hecho ayuda a reconocer la dignidad de ese embrión. Su existencia tiene valor por su condición humana y por las relaciones que le unen a sus padres.
Al mismo tiempo, al ver al embrión en relación contrarrestamos el peligro de considerarlo como un objeto, como una realidad biológica sin importancia, que solo sirve si satisface los intereses de los adultos.
La dignidad de un ser humano no se pierde si deja de ser amado. Miles de adultos carecen del cariño que deberían recibir de sus familiares, y no por ello dejan de merecer respeto y justicia.
Lo mismo vale para cada embrión: el hecho de no ser amado por su madre o por su padre (o por ambos) no destruye su dignidad, que le pertenece intrínsecamente.
Esa dignidad intrínseca explica cómo las relaciones entre madre e hijo, entre padre e hijo, necesitan construirse desde el amor, la acogida, el respeto, sin olvidar la dimensión de la justicia que lleva a custodiar la vida del embrión.
El mundo presencia, por desgracia con cierta indiferencia, un drama inmenso: millones de embriones y de fetos son eliminados antes de nacer, porque hay madres (y también, en muchas ocasiones, padres) que los rechazan, que buscan destruirlos a través del aborto.
Ese drama inmenso empieza a ser evitado cuando una madre y un padre reconocen a su hijo como un ser digno, aunque sea pequeño, aunque viva escondido en el seno materno, aunque pueda tener algún defecto, aunque llegue en un momento difícil.
Cada embrión, como cada adulto, existe y se relaciona con quienes le dieron origen. El respeto a su vida será el primer paso para ofrecerle una acogida digna, sobre todo por parte de quienes, como madres y padres, están estrechamente relacionados con ese embrión, al que pueden llamar, simplemente, “nuestro hijo”.