Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

No hay elogios suficientes para alabar ese prodigio de ingeniería biológica que es el cuerpo humano, a condición de no rebajar la dignidad de la persona a su pura corporalidad.

No son pocos los que viven exclusivamente para el cuerpo, sin importarles apenas su mente, su conciencia, su espíritu. Reducen su paso por la tierra, este senderillo tan efímero, al cuidado de cuanto atañe al cuerpo, como si fueran solo cabeza, tronco y extremidades. Cuando lo único que interesa es la anatomía, es claro que se desprecia la psicología y queda la persona despersonalizada, habitante de un universo unidimensional.

Yo soy mi cuerpo: he aquí la definición del hombre materialista, consumista, utilitarista, hedonista y egoísta insolidario. Cuando cuenta únicamente el físico y el estar en forma -así no haya campeonato ni olimpiada al frente-, apenas importa lo intelectual y lo moral, aquello por lo que el hombre es intelecto, albedrío, trascendencia. Francisco de Asís llamó a su cuerpo “el hermano asno”, según lo dominaba con abstinencias, para que la carne no dominara al espíritu, sino que el cuerpo fuera dócil instrumento de humana elevación.

Todo lo que se haga en favor de mantener el cuerpo sano, equilibrado, resplandeciente redunda en la salud más íntima, aquella de que hablaron los antiguos romanos: Mente sana en cuerpo sano. Lo cual no da derecho alguno para ese nuevo dualismo tan en boga que glorifica y endiosa al cuerpo en detrimento de los valores espirituales, porque tales actitudes mistificadoras reducen a la persona a la pura corporalidad.

Idólatras del cuerpo son los obsesionados por la salud, los que exageran la nota consultando un médico tras otro, tomando infinitas medicinas las necesiten o no, viendo elementos cancerígenos por todos lados, mientras se vuelven dependientes de la báscula, los análisis, el estetoscopio y el chequeo trimestral.

Fanáticos del cuerpo son los que extreman el uso de la dietética, ya que por guardar la línea -recta o curva-, que es el máximo ideal de su vida, acaban en camaleones que comen aire, porque en cualquier alimento hallan motivos de engordar y lo dejan a un lado, mientras un mundo de pobres quisiera comer lo que desprecian los frívolos dietéticos.

Vasallos fieles del cuerpo son los fumigados por la cosmetología, según les interesa embellecer la fachada aunque el interior esté en aruinas. El tocador, el champú, las fajas reductivas, el sauna, el pedicuro, el abanico de pinturas, arcoíris químico al servicio de la piel, los esmaltes, las sombras, los cepillos, los depiladores, las mascarillas, los polvos faciales, el rito pueril de los perfumes para olerle bien en la nariz inmensa y oscura de la ciudad. Dicen que los ingleses huelen todos a impermeable, los franceses a ropa interior de señora, los alemanes a cazadora de cuero, los yanquis a jean deslavado. ¿Y los mexicanos? Es muy difícil gobernar una nación con tantos olores. De la guayaba al mezcal.

El restablecimiento de un equilibrio integral en las relaciones del hombre con su cuerpo, será posible en la medida en que el hombre ponga en orden su escala de valores, cuando la mente, el espíritu, la trascendencia ocupen el primer lugar, no el último.

*Artículo publicado en El Sol de San Luis, 12 de noviembre de 1988; El Sol de México, 14 de noviembre de 1988.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de enero de 2025 No. 1539

 


 

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