Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
A las guerras famosas que ha habido en el país, como la Guerra de los Pasteles, la Guerra de los 3 Años o la Guerra de las Gordas que evocó Salvador Novo, por fortuna cosas del pasado, hay que añadir la Guerra de las Ventanillas o de los Escritorios, cuyas escaramuzas están en pleno furor sin que nada haga presentir el cese de hostilidades. Estamos en pie de lucha librando una guerra incivilmente civil. Los de un bando están detrás de la ventanilla o sentados en el escritorio. Los del otro puesto están frente a la ventanilla de la oficina o frente al escritorio ejecutivo. Los de allá contra los de acá y los de acá contra los de allá.
No es explicable la causa de este odio, por lo menos indiferencia mutua. Pues aquellos están pagadísimos para servir a estos, que van, casi siempre, a dejar el dinero de sus pagos y a tramitar asuntos a los que aquellos los obligan. Por otra parte, el bando que está detrás de la ventanilla, exigente y elusivo, o muy sentado en el escritorio, tarde o temprano tendrá que acudir, también, a hacer sus pagos y arreglar sus asuntos en otras ventanillas, en otros escritorios, exigiendo una prontitud y una eficacia que él no concede a su clientela. La Guerra de las Ventanillas y de los Escritorios es tan inexplicable y absurda, como cualquier otra guerra, y sin embargo no hay esperanzas de fumar la pipa de la paz.
Los de aquel lado de la ventanilla, las estatuas sedentes de los escritorios ejecutivos -cara de máscara, ojos de inquisición, labios de monosílabo, piel color de bilis-, así acusan al bando contrario: ¿el público? Insoportable, indócil. No trae cambio para hacer sus pagos. Se cuela al primer lugar de la fila sin hacer cola, cree tener derechos, alardea de influyente, no entrega los papeles necesarios, siempre le falta uno, llega al momento justo de que las oficinas se cierran, se impacienta, vocifera, exige, a veces ni siquiera sabe poner las huellas digitales.
Los de este lado de la ventanilla, el pueblo municipal y laboral que acude a efectuar sus pagos y trámites -gestos nerviosos, palabras apremiantes o una infinita resignación-, así acusa al enemigo: ¿El señor, la señorita de la ventanilla sea de oficina pública o privada? Todos son iguales. El caso que te hacen. Desganados, displicentes, perezosos, no te explican con claridad, no te ponen atención, contestan con insolencia, creen tener siempre la razón, vaya usted al otro departamento y regrese dentro de quince días (para volver a repetirte lo mismo).
Con acusaciones mutuas, la paz no se firmará nunca entre los sentados y los parados. Una paz tan fácil de conseguir si…
Si el público supiese esperar, respetar lugares y horarios, cumplir los requisitos, tolerar y sonreír. Si los funcionarios supiesen oír, informar, explicar, tener paciencia, servir, tolerar y sonreír. Así nos ahorraríamos todos, la acidez de estómago y el tiempo perdido.
*Artículo publicado en El Sol de México, 3 de mayo de 1991; El Sol de San Luis, 25 de mayo de 1991.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de enero de 2025 No. 1540