Por Arturo Zárate Ruiz

Hay narrativas y metanarrativas. Estas últimas son como esquemas totalizadores o universalizadores que buscan explicar y mostrar la ruta común de todas las historias.

Las hubo en la antigüedad. No pocas presentaban la historia general de la humanidad como decadente, como un alejarse de una Edad de Oro. Se significó así, en cierto modo, en el Antiguo Testamento, con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso Terrenal; con la continua disminución de la longevidad de los patriarcas. Hesíodo, Platón, Ovidio nos hablan también de tiempos pretéritos en que el hombre sólo estiraba la mano para comer deliciosos frutos de los jardines. Virgilio, aunque celebre Roma, expresa el sentido de decadencia al escribir primero las Églogas, luego las Geórgicas, y finalmente la Eneida. Es así porque en la primera retrata la edad feliz de los pastorcitos y pastorcitas que viven de lo que, sin trabajar, provee el campo; la segunda, retrata los esfuerzos del trabajador agrícola; la tercera, la fundación de la Urbe, es decir, la vida urbana, extremadamente regulada.

Con Cristo, la visión metahistórica cambió de lleno. La ruta no es ya un descenso, sino un ascenso constante por la Salvación que nos ha traído Jesús. Cualesquier apuros no son para siempre pues nuestra esperanza es firme en Dios. Así, el trabajo no es castigo, sino ganancia por encaminarnos al Cielo. El cristianismo borra así la visión de decadencia y nos ofrece la visión de progreso para la humanidad. Es así productivo, y tiene sentido, el trabajar. Es más, ¡es una exigencia!

Pero la noción de progreso así ganada se pervierte y falsifica cuando se quita a Dios de la ecuación. Se suele hacer de varios modos en la modernidad. Tenemos así rollos propios de ideologías.

Entre ellos se da el positivista. En el siglo XIX, el francés Compte piensa que el curso del conocimiento humano pasa de la religión a la filosofía, y de la filosofía a la “ciencia positiva”. Alcanzando éstas ya no se necesitan las precedentes. Las debe uno rechazar. Para qué uno las quiere, dijo, si ahora uno sí sabe lo que ocurre en el mundo, y con base en ello puede hacer mejor todo. Eso me lo hicieron repetir como perico en una escuela pública. Concedo que ahora se sepan así muchas cosas, pero ciertamente no se entienden mejor.

Están además los marxistas. La historia no es otra cosa que la lucha entre clases sociales en el contexto de sus condiciones materiales. Al final, la clase trabajadora finalmente se verá liberada y disfrutará, en condiciones de igualdad, de los frutos de su esfuerzo. George Orwell ya dio para esta metanarrativa una respuesta en su Rebelión en la granja: «todos los animales son iguales, pero unos más iguales que otros». La historia misma de los países comunistas confirma la observación orwelliana.

El surgimiento de los estados-nación promovió para cada uno la generación de metanarrativas que hiciesen persuasivo un proyecto colectivo. Algunos, como el mexicano, parecen no haber prescindido de Dios, al menos si nos atenemos a nuestro himno, no obstante, nuestros gobiernos antirreligiosos: «en el cielo tu eterno destino por el dedo de Dios se escribió». Con Dios o sin Dios, los gobiernos educan a sus pueblos construyendo narrativas de las glorias pasadas y las futuras, como si estuvieran aseguradas. Y se cae en un nacionalismo exacerbado, como lo hicieron los alemanes con Hitler, quien prometió un milenio venturoso a su “raza”.

Estas narrativas no van más allá de buenos deseos. Aun cuando el progreso material se diese y fuera imparable, no sería más que eso si quitamos a Dios. Sin Él todo pierde sentido y es decadencia, como lo reconoció un ateo, Bertrand Russel: «ningún ardor, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento o sentimiento, pueden preservar una vida más allá de la tumba […] todos los trabajos, toda la devoción, toda la inspiración, todo el brillo del genio humano, están destinados a la extinción […] el templo entero de la culminación del Hombre debe quedar enterrado inevitablemente bajo los restos de un universo en ruinas».

Si queremos, pues, verdadero progreso, no olvidemos a Dios. Solo Él, su Salvación, da sentido a nuestras vidas. Esa es la única metanarrativa verdadera.

 


 

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