Por Jaime Septién
Muchos ya no estaremos para el 2050, o estaremos más o menos al final del camino. Bueno, eso si Dios nos presta vida y licencia para vivirla. Que lo mismo puede ser mañana cuando se acabe la existencia. Pero sí estamos hoy, enero de 2025, para iniciar un Jubileo que no es otra cosa que sentir, poderosamente, la misericordia de Dios, el perdón de la infinita ristra de pecados que traemos arrastrando y, quizá lo más importante, la reconciliación con el Creador y con el prójimo.
En la prepa, con los jesuitas, un sacerdote que nos daba la clase de FIH (Formación Integral Humana) nos repetía casi hasta el cansancio aquello de que no solo el que me dice Señor, Señor se salva, sino el que ama al prójimo después de amar a Dios. Y que, si no lo hacía así, era un hipócrita.
Los adolescentes que éramos (alcoholescentes) lo echábamos a la burla. Ya creciditos hemos topado con que ésa es la mayor riqueza del cristianismo: la del mandamiento nuevo que instituyó Jesús (nada que ver con la práctica de hablar de Dios de “dientes para afuera” que tanto nos gusta practicar). Y el Jubileo de este año que comienza, más que la oportunidad de ir a Roma y pasar por la Puerta Santa de San Pedro, nos abre la hermosa oportunidad de ir al centro de nuestro corazón y abrir en él la puerta para dejar pasar el aire fresco del perdón de las deudas: las que tenemos con Dios y con el prójimo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de enero de 2025 No. 1540