Por Arturo Zárate Ruiz

Desde la Revolución Francesa se borró, en muchas naciones, el referir a Dios en las constituciones. Desde entonces, las leyes han sido allí —como ocurre en México— no más que un contrato social, no más que una expresión dizque de la voluntad de los hombres. Se ha argüido que asociar las leyes a Dios es una imposición religiosa, un someter un pueblo a los caprichos del clero y, ¡huy!, al terror de la Inquisición. Que siguiendo el parecer del hombre común, quien originalmente era bueno en estado salvaje, pero ahora malo por las estructuras sociales opresivas, lo que corresponde hacer son leyes apropiadas que lo liberen de los abusos. Se aduce, además, que un hombre no necesita creer en Dios, menos aún en la recompensa de un Cielo o el castigo del Infierno para portarse bien.

Respondamos a esto último, que eso basta.

No dudo que muchos hombres no necesitan continuamente pensar en Dios o las recompensas o castigos del Cielo y el Infierno para portarse en gran medida bien. El bien en sí mismo es su recompensa. Conozco ateos que son un amor. Sin embargo, si las reglas se fundan en criterios puramente humanos, y estos criterios responden a nuestra limitada razón y no pocas veces a nuestros torcidos apetitos, las leyes que así surgen son bastante malas, es más, crece el desorden.

El mero secularizar un Estado suprime los tres primeros mandamientos, los que se refieren a nuestras obligaciones para con Dios. Esto es en sí lo más grave. Por su soberbia el hombre niega a Dios para divinizarse.

No nos debe sorprender entonces que la degradación de las leyes continúe. Y ocurre así tras dejarse él vencer por las debilidades más comunes y vulgares de la pasta humana. Tras minimizar la lujuria, se borra el 6º Mandamiento, es decir, ya no hay restricciones legales contra la prostitución, la pornografía, la impudicia, entre otros pecados, y de paso se aprueba, ya desde hace casi dos siglos, el divorcio, con lo que se suprime el 4º Mandamiento, que protege a la misma estructura familiar. Con el desenfreno siguen los embarazos imprevistos, aun con la anticoncepción, por lo que se suprime el 5º Mandamiento, el no matarás: he ahí el aborto. Se justifica en nombre de la economía la usura, y en nombre de financiar los gobiernos, impuestos exorbitantes, muchas veces más del 40% de tus ingresos, que ni una mítica Iglesia te hubiera cobrado de exigir el diezmo. ¡Adiós, pues, al 7º Mandamiento, el no robarás! Y también en nombre de la economía se promueve la competencia que deviene en envidia, por lo que se borra también el 9º y el 10º Mandamientos.

Pero todo esto no quiere decir que hayan desaparecido las restricciones. Ahora hay nuevas, acordes con los caprichos y no con lo razonable.

En un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme se te suele penalizar con desprecio —«¡eres un Fifí»— si ni abrazas ni acoges como «pueblo bueno» a quien desapareció a tu hija. En muchos lugares del mundo, y ya en México también, podrías perder tu trabajo y aun tener que pagar una multa si inadvertidamente le llamas Juan al bigotón que exige que le llames Juany. En no pocos países de Europa te encierran en la cárcel si pasas muy pensativo por un abortorio y las abortistas, por suponerlo así, te acusan de rezar mentalmente en favor de la vida. Allí también se te exige mutilar la Biblia y eliminar las páginas que advierten contra la homosexualidad. Es más, obstruyen tus oportunidades de trabajo en las escuelas públicas y en muchos otros lugares si eres reconocido como católico, no hablemos de ir a Misa.

Estas leyes que responden a meros criterios humanos cambian y cambian por también ser muy variables los apetitos del hombre. No pocas veces estos cambios se consiguen con revoluciones y guerras que dizque traen la libertad y la igualdad. Traen más bien muerte y nuevas esclavitudes por favorecer los pecados.

No así Dios, que no sólo nos ofrece Mandamientos estables, también razonables que verdaderamente nos liberan, dignifican y llenan de vida.

 
Imagen de svklimkin en Pixabay


 

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