Por P. Fernando Pascual

La violencia en todos sus niveles surge, fundamentalmente, porque existe un choque de intereses, y porque una parte, o varias partes, poseen fuerza para defender o para atacar.

Es normal que existan intereses y deseos que entran en conflicto. Basta con pensar en el choque entre dos hijos que desean, al mismo tiempo, usar el televisor o la “PlayStation”.

Lo que resulta siempre dañino es buscar imponer el propio deseo con la fuerza. Lo cual ocurre cuando usamos músculos o instrumentos, incluso armas, para someter al otro y “triunfar”.

Siempre han existido y existen alternativas para afrontar un conflicto, para dirimir las diferencias, para alcanzar un acuerdo razonable y justo entre las partes.

Pero muchas veces las personas, en familia, en ciudades, entre regiones, entre Estados, han escogido la vía de la fuerza, han usado instrumentos de todo tipo para someter, incluso para destruir, al “adversario”.

Recurrir a la fuerza en los conflictos implica un enorme fracaso y provoca daños ingentes. Como ha sido dicho más de una vez, una guerra sabemos cómo empieza, pero no sabemos cómo va a terminar ni los daños que dejará en unos y otros.

¿No es posible promover un modo sano de confrontarse, de razonar juntos, de ver lo que cada parte puede alcanzar, y puede también dejar a un lado, para establecer un acuerdo justo para todos?

Lo más paradójico de muchos conflictos que usan la fuerza es que, tarde o temprano, tienen que terminar precisamente con un acuerdo de paz. Y hubiera sido más fácil de lo que imaginamos evitar una guerra si las partes implicadas, desde el principio, se hubieran sentado en una mesa de negociaciones.

Recurrir a la fuerza hoy, como en el pasado, provoca miles de víctimas. Solo cuando los corazones dejen a un lado prepotencias arbitrarias y se abran al diálogo, podremos evitar ese dolor inconmensurable que provoca cualquier uso de la violencia.

Iniciar el diálogo es posible, sobre todo, a partir de un camino de conversión, a partir de la apertura sincera a Dios y a su gracia, con una actitud interior que permite perdonar y pedir perdón cuando haya heridas abiertas, y esforzarse por alcanzar acuerdos que ayuden a vivir en una paz basada en la justicia y, sobre todo, en el amor.

 


 

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