Por Arturo Zárate Ruiz
Erich Fromm nos advierte en El arte de amar que amar no es lo mismo que enamorarse. Sobre este último dice:
«Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida… Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar “locos” el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de su soledad anterior».
Para Fromm, el enamorarse puede confundirse con amar y, de limitarse a eso, llevar al traste una relación entre esposos por haber fundado su matrimonio en bases endebles, puramente sentimentales. Por ello llega él a celebrar las culturas tradicionales en que no el enamoramiento, sino la cabeza fría de los papás de los contrayentes, concertaban con inteligencia un matrimonio para que durase:
«En muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por el contrario, el matrimonio se efectuaba por un convenio —entre las respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor surgiría después de concertado el matrimonio—».
Fromm explica que el amor consiste en «la unión interpersonal, la fusión con otra persona…» Pero «en el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos». Es así porque «amar es fundamentalmente dar, no recibir», de modo que cada cual da lo mejor de sí mismo al otro, es más, «en el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto… Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad». Tan bueno es el dar, que el amante no se reserva esa actividad para sí. Fromm precisa: «Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado». Así, quienes se aman, entre más se den el uno al otro, están más vivos. Se unen sin anular lo que son cada uno.
Por supuesto, si uno ama, da lo más personal de sí mismo. Fromm anota lo siguiente: «da lo que está vivo en él —da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza—, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él». Si lo hace uno bien, aquí recuerdo a Aristóteles, uno crece en las virtudes: uno es más inteligente, más sabio, más fuerte, tiene mejor control de sí mismo, más justo, más prudente, entre otras cosas. Y es así porque el amor permite que florezcamos en todo aquello que nos engrandece.
No estoy en contra de los sentimientos bonitos, del enamorarse. Pero reducir el amor a esos sentimientos hasta resulta egoísta, pues, en el momento que no se experimenten uno deja de darse, uno deja a la amada. Y esa es una tragedia muy común en el mundo contemporáneo. Uno se casa —si es que llega a hacerlo— no para servir con lo mejor de uno a la amada. Lo hace simplemente para sentirse bien, algo por demás endeble, muchas veces momentáneo. El verdadero amor, como insiste Fromm, perdura, se sostiene con esfuerzo y entrega de uno al otro, aun en medio de las arideces.