Por P. Fernando Pascual
Nos lo habíamos propuesto al empezar el día: había que rellenar ese formulario tan difícil y enviarlo a la oficina.
Cuando terminamos, sentimos un cierto alivio, incluso alegría: hemos alcanzado una meta.
Es frecuente que elaboremos listas (mentales o escritas) de asuntos pendientes, de metas que quisiéramos alcanzar en el futuro próximo o más lejano.
Encontramos, sin embargo, dificultades interiores o exteriores, que nos hacen difícil el trabajo.
Las dificultades interiores surgen por cierta pereza, por antipatías ante la tarea pendiente, por dispersión, incluso por miedo a hacer mal las cosas.
Las dificultades exteriores aparecen cuando se nos cierra una puerta, cuando no nos responde quien tiene que darnos una información necesaria para el trabajo, cuando salta la luz y perdemos los datos en la computadora.
Si el deseo de alcanzar la meta es enérgico, afrontamos cada dificultad de la mejor manera posible: queremos terminar ese asunto en el tiempo previsto.
Luego, si alcanzamos la meta, experimentamos alegría, al ver que sí podíamos, que con esfuerzo se alcanzan los objetivos.
Cada meta alcanzada libera parte de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestro tiempo, para afrontar otras metas de la “lista” de asuntos pendientes.
Sabemos, en el fondo, que nunca terminaremos todo lo que tenemos que hacer. Cada día incluye pendientes que no podemos dejar a un lado (hay que preparar la comida, hay que lavar la ropa), o pendientes que surgen por sorpresa: se estropeó una tubería y hay que llamar al fontanero.
Pero la vida no puede quedar atrapada en metas provisionales, algunas tediosas, otras bellas. Estamos hechos para metas más grandes, como las que nacen del amor que recibimos y que damos a familiares y amigos.
En el horizonte aparece una meta definitiva, eterna, maravillosa: el encuentro con Dios, que es un Padre que nos ama, y que por eso nos ofrece tantas gracias para que iniciemos cada día con el anhelo de recibirlo y “alcanzarlo”, ya ahora y, luego, para siempre, en el cielo…