La verdad es que el pecado nos hace conocer la indignidad de nuestro pobre ser frente a la grandeza de Dios. El camino de vuelta a Dios es la purificación con el gran sacramento de la penitencia. Hoy vemos la indignidad que sienten Isaías, por un lado, y Pablo y los apóstoles, por otro, frente a la grandeza de Dios y de Cristo.
Por José Ignacio Alemany Grau, obispo Redentorista
Reflexión homilética 9 de febrero de 2025
Isaías
Oye la grandeza de Dios cuando cantan los serafines:
«Santo, Santo, Santo, el Señor de los ejércitos. La tierra está llena de su gloria».
El gran profeta experimenta una profunda humildad y no se atreve a presentarse ante el Señor:
«¡Ay de mí que estoy perdido!, yo hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos».
En aquel momento uno de los serafines vuela hasta el profeta con un carbón encendido en la mano… «lo aplicó a mi boca y me dijo: mira, esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado».
Cuenta el mismo profeta que Dios preguntó:
«¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?».
Isaías, al sentirse purificado, contestó: «¡Aquí estoy! ¡Mándame!».
Salmo 137
«Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor… Que te den gracias los reyes de la tierra al escuchar el oráculo de tu boca. Canten los caminos del Señor porque la gloria del Señor es grande».
La misma grandeza del Señor purifica al salmista que siente que el Señor completa sus favores con él:
«Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos».
San Pablo
Reconoce la grandeza del Verbo encarnado y de su enseñanza:
«Lo primero que yo os transmití tal como lo había recibido es que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras. Que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras. Que se apareció a Cefas y más tarde a los doce».
Humildemente reconoce ante los corintios que, Jesús resucitado, después de aparecerse a los demás apóstoles, «por último se me apareció también a mí».
Esta visión de Jesucristo resucitado es lo que mueve al apóstol a anunciar a su Señor, a tiempo y a destiempo.
Verso aleluyático
Es una invitación de Jesucristo a los apóstoles a los que, a pesar de sus limitaciones, dice con toda libertad:
«Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres».
Evangelio
Nos cuenta San Lucas cómo la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando Él a orillas del lago de Genesaret:
«Jesús vio dos barcas que estaban junto a la orilla, subió a la barca de Simón… y le pidió que la apartara un poco de tierra. Así, sentado en la barca, comenzó a enseñar».
Sabemos que Jesús cuando acabó de hablar dijo estas famosas palabras a Pedro:
«Rema mar adentro y echa las redes para pescar».
Simón reconoce que en toda la noche no han pescado nada, pero en la palabra del Señor echará la red.
La pesca fue tan fabulosa que llenaron las dos barcas y Pedro, al ver este prodigio, dijo a Jesús:
«Apártate de mí que soy un pecador y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él».
Ante este profundo acto de humildad de San Pedro, Jesús termina el relato diciéndole:
«No temas, desde ahora serás pescador de hombres».
Aquel momento fue tan importante que después del acto de humildad de Pedro y posiblemente también de los otros apóstoles, dejaron todo para seguir definitivamente a Jesús.