Por Arturo Zárate Ruiz
Si no desde niños, sí desde muchachos rezongamos cuando nuestros padres o maestros nos exigen obediencia. De hecho, repelamos con frecuencia de adultos. Por entrar en edad de asumir nuestras propias responsabilidades, es más, en un ambiente cultural en que se exalta la libertad del burro (la de ser esclavo de los antojos), la mera idea de obediencia nos resulta chocante. “¡Libertad o muerte!”, como muchos “patriotas” han gritado lanzándose a guerras de independencia.
O a guerras de “reforma”. Los “liberales”, en nombre de la libertad, suprimieron las órdenes religiosas, pues, según arguyeron, por exigir obediencia a sus miembros los sometían a la servidumbre. He allí los claustros —se horrorizaban— pues no podrían considerarlos otra cosa que prisiones.
Pero estos liberales no suprimieron la milicia. De hecho, ésta los llevó al poder —he allí don Porfirio y su generación de coroneles que apoyaron a Juárez en un inicio—, aun cuando los soldados, no en claustros, sí en cuarteles se encerraban. Y, por supuesto, los militares obedecen más rigurosamente órdenes de superiores en rango. Si se niegan a ponerse en la línea del frente donde casi seguramente los matarán, al retroceder de cualquier manera y deshonrosamente los fusilarán por considerarlos cobardes. Aunque suene cruel e injusto, así se requiere para alcanzar la victoria en una guerra. He allí que todo equipo debe trabajar coordinado, y hay un capitán a quien al menos se le escucha y se le respeta. No de otra manera puede ser efectiva la acción colectiva. Estos mismos liberales sin duda exigían a los mexicanos, como lo hace cualquier legislador, obediencia a las leyes que expedían. Es con la vigencia de esta ley (de ser justa) que, obedeciéndola, se goza de convivencia en paz.
Es muy posible que los líderes de un grupo gocen de carisma y muy posible también que quienes los obedecen les tengan no sólo respeto sino mucho cariño. Pero no se engañen esos líderes, la fidelidad de sus seguidores no es a ellos en sí. Un soldado es fiel a su nación. Un religioso es fiel a Dios y a lo que Él manda (amarlo sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo). La obediencia, aun su “sumisión” total, confiada y humildísima, a esos líderes, a punto de inclusive peinarse igual, ocurre porque así el soldado es mejor soldado y el religioso es mejor religioso a la hora de amar a su nación o a Dios. En cualesquier casos, su sumisión, si es la adecuada, no anula la personalidad propia, la hace florecer.
Que el líder, o sus seguidores, asuman que esa fidelidad y obediencia corresponde a sí, es lo que en gran medida genera las sectas. Estas se caracterizan por su organización piramidal y autoritaria, pues se obedece sin que exista nunca un fin ulterior y una explicación o razonamiento de por medio. No se permite la crítica y ni la más mínima aspiración de entendimiento sobre lo que se ordena. Los líderes controlan y establecen todos los movimientos y decisiones de los adeptos. Los mantienen aislados del mundo y de la participación en asuntos públicos. Impiden especialmente los vínculos familiares. No se les permite a estos adeptos el acceso a la información. Los líderes controlan el dinero personal de cada miembro y exigen más.
Es cierto que uno solo es el Señor, una sola la fe, uno solo el bautismo, como dice san Pablo. Pero precisa, no es el líder, sino Dios ese Señor. También san Pablo nos advierte contra confundir a Cristo con el cabecilla de un grupo: «“Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo”. ¿Acaso Cristo está dividido? ¿O es que Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O será que ustedes fueron bautizados en el nombre de Pablo?»
En cualquier caso, advierte que —a diferencia de lo que ocurre en las sectas—, los cristianos, sin perder la unidad, no se hunden en la uniformidad sino gozan de la correcta diversidad de dones y carismas. Unos, nos dice, son pastores, otros teólogos, otros obradores de milagros, etc. Mientras, entre las sectas no hay esa diversidad. Lo que hay son remedos de un solo modelo, el líder —modelo que no enriquece sino empobrece a los adeptos—. Pésimo modelo, un ídolo, y pésimas copias.