Por Arturo Zárate Ruiz
Hay al menos dos distintos tipos de soledades. Una la celebra fray Luis de León:
«¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!»
Otra la ilustró Nuestro Señor cuando se sintió muy solo:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»
Estas soledades se distinguen en inglés. La primera se nombra “solitude”; la segunda, “loneliness”. Una conviene buscarla, al menos en ocasiones; la otra, evitarla, a menos que uno, de verse ya en esa situación, se una al rol redentor de Jesús en la Cruz.
En su sentido positivo, la soledad nos ayuda a poner a un lado distracciones que nos impiden pensar y resolver, entre otras cosas, problemas. En lo personal, no podría responder ni que es 2 + 2 con sonsonetes de Peso Pluma al lado. La instrucción socrática de «conócete a ti mismo» suele alcanzarse en profunda introspección, la cual se pierde en medio de un alboroto, y hoy aún más con tantas redes sociales, internet, que impiden inclusive el saludar a la abuela. El cardenal Robert Sarah considera como necesidad el silencio interior para escuchar la música de Dios, para que brote y se desarrolle la oración confiada con Él, para entablar relaciones cabales con nuestros allegados: «La verdadera revolución viene del silencio, que nos conduce hacia Dios y los demás, para colocarnos humildemente a su servicio». Agréguese que a Dios no le agrada el que las personas oren «para que todo el mundo los vea». Recluyámonos en una habitación, como los monjes en su claustro para platicar con Nuestro Señor. No sólo porque se adora así a Jesús, pero postrarse ante el Santísimo sirve para conseguir el debido retiro, el poner a un lado no sólo las distracciones externas, también las internas. Dios, presentísimo entonces, nos ayuda a conseguirlo.
Pero el otro tipo de soledad no es bueno. Somos, recuerda Aristóteles, animales políticos, es decir, sociales. Nos duele mucho, por ejemplo, cuando nos excluyen de una fiesta o de un equipo, de modo que ni siquiera nos toca estar en la banca. Hay niños, para no hablar de adultos, que solo tienen amigos imaginarios. No solos, sino como Pueblo de Dios acudimos a Misa; el Padre es «Nuestro».
Podemos remediar la soledad, el sufrimiento, de otros. Las obras de misericordia, que prescribe Jesús, en gran medida están orientadas a paliar el abandono, el desamparo. El visitar a los enfermos sirve, ciertamente, para darles su medicina, aunque en buena parte sirve aún más para expresarles cariño; y así también el dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, el vestir al desnudo, el dar posada al peregrino, el redimir al cautivo, e incluso el enterrar a los muertos, que el respeto a quien ha partido se aprecia también en el más allá. Aquél que no tiene a nadie al lado estimará mucho el que simplemente lo acompañemos un rato, aunque no hablemos. Resumiendo, Dios manda el amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado. Hacerlo, no se reduce a sentimientos bonitos. Requiere servir al prójimo, y, si es necesario, morir por ellos como Jesús en la Cruz. No podemos ignorarlos y dejarlos aislados del amor de Dios el cual pueden recibir a través de nosotros.
Podemos también remediar, al menos intentémoslo, la soledad propia. Si la gente no se acerca a nosotros, nosotros acerquémonos a ellos. Conozco recién llegados a la ciudad que se pasan yendo de evento social a otro para al menos así convivir. Por supuesto, si uno busca amigos, hay que saber escoger las buenas amistades. En la parroquia podemos encontrarlos. Ahora bien, si uno no espera la reciprocidad en el cariño, las mismas obras de misericordia cuando las practicamos nos acercan a la gente, y, al hacerlo, de algún modo nos vivifican.
Tal vez nos toque ser los enfermos, los hambrientos, los sedientos, los cautivos, etc., y nadie nos visita, es más, no podemos salir en busca de un buen samaritano. A veces la misma vejez nos aparta de los seres queridos, no tanto porque rompan con nosotros sino porque se mueren y nos vamos quedando muy solos.
¿Qué nos queda? Acompañar a Jesús en su Cruz; es más, entender que más bien es Él quien siempre nos ofrece su compañía.