Por Martha Morales
Julio Diéguez, estudiosos del tema, afirma que los actos voluntarios contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien al que se mueve la voluntad. Se puede mover también hacia un bien aparente. Por eso es importante querer el bien verdadero y contar con el tiempo.
La formación ha de alcanzar a la inteligencia, la voluntad y los afectos. La educación de los afectos –aprender a gozar del bien- requiere de la ayuda de la voluntad, y también de la inteligencia, pero ésta tiene un control indirecto –político– sobre los sentimientos.
Los actos voluntarios producen un efecto interior: contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien al que se mueve la voluntad. A una persona que le gusta el cine o la pintura, se sentirá atraída y le agradará asistir a una exposición de cine o de pinturas de valor estético. Una persona que haya estudiado para ser maestra de Kinder, se sentirá como pez en medio de los niños pequeños, lo apreciará como parte de su naturaleza.
Es distinta la percepción del niño que pinta por gusto y disfruta de esa actividad, que el que pinta por obligación porque es una tarea de la escuela.
No forma tanto el hacer sino el querer. No sólo importa lo que hago, sino lo que quiero mientras lo hago. Limitarse a respetar unas reglas acaba convirtiéndose en un peso. Si se busca el bien que esas reglas promueven, alegra y libera. La libertad es decisiva: no basta hacer algo, hay que quererlo. No basta limpiar la casa, hay que quererlo. Sólo así aprendemos a disfrutar del bien. Un mero cumplir no promueve la libertad ni el amor. En cambio, sí los promueve entender que esa actividad es grandiosa y vale la pena hacerla.
Una formación de largo alcance
El proceso de connaturalización afectiva con el bien es ordinariamente lento. Una virtud no está formada mientras el bien no tenga un reflejo positivo en la afectividad, por eso hay que tener paciencia en la lucha diaria. Puede haber de nuestra parte, resistencia a hacer oración porque suele costar trabajo, pero quien persevera, alcanza a tener gusto por ella y a encontrarle sabor; ahora bien, Dios puede permitir arideces para purificarnos, pero hay que perseverar en ese afán.
Si tenemos reacciones de ira que querríamos superar, comenzaremos esforzándonos por reprimir sus manifestaciones externas; quizá al principio nos parecerá que no conseguimos nada, pero si somos constantes, poco a poco iremos venciendo en más ocasiones, y al cabo de un tiempo –quizá largo-, llegaremos a conseguirlo de modo habitual; pero no basta porque nuestra meta no era reprimir unas manifestaciones externas, sino modelar una reacción interna para ser mansos y pacíficos, de modo que esa forma más serena sea la propia de nuestro modo de ser. Es una lucha que apunta a alcanzar una paz interior en la búsqueda y puesta en práctica de la Voluntad de Dios, y no apunta al mero sometimiento violento de los sentimientos.
El Papa Francisco, al explicar su principio de que “el tiempo es superior al espacio “(cfr. Evangelii gaudium, 223-226), señala que “darle prioridad al tiempo es preocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios” (Evangelii gaudium, 223). No hay que obsesionarse por resultados inmediatos. Es una invitación a “asumir la tensión entre plenitud y límite” (Ibidem). Es importante no ignorar que somos limitados, aunque muchos anuncios comerciales invitan a “romper límites”. Ahora bien, la conciencia de nuestra limitación no debe paralizar la plenitud a que Dios nos invita. Hay que apuntar alto en la formación.
No se trata de realizar muchos actos buenos, sino de ser bueno. Se trata de tener un buen corazón. No se trata sólo de oponerse a una afectividad que empuja en dirección contraria. El acto virtuoso sería el de quien goza en la realización de ese bien incluso cuando le supone un esfuerzo. Este es el objetivo.
Un mundo dentro de ti
A medida que la virtud se fortalece, el acto bueno se realiza con naturalidad y gozo. Para distinguir la voluntad de Dios, se necesita una especie de “connaturalidad” entre el hombre y el verdadero bien (cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, II, 45, a.2). Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 64). Esto se debe en buena parte a que la afectividad es la primera voz que oímos a la hora de valorar la oportunidad un comportamiento. La virtud consigue que la voz de la afectividad incluya ya una cierta valoración moral (en referencia al bien global de la persona) de ese acto.
Si se tiene una interioridad rica, es fácil rechazar esa atracción, porque rompe la armonía y la belleza del clima interior.
La persona que vive desprendida valora los bienes materiales en su justa medida: ni piensa que son malos, ni les concede una importancia que no tienen. Como Jesús dijo a Nicodemo: “el que obra según la verdad viene a la luz” (Juan 3,21). Una afectividad ordenada ayuda a la razón a leer la creación, a reconocer la verdad, a identificar lo que verdaderamente nos conviene. Sólo hay verdadera formación cuando las diversas facultades humanas están integradas, no peleadas.