Por P. Fernando Pascual

Queremos conservar un vestido bueno. Queremos conservar la fruta en la nevera. Queremos conservar un documento en la computadora. Queremos conservar de memoria el teléfono de un amigo.

Es muy larga la lista de las cosas que queremos conservar. Además, pertenecen a asuntos muy diferentes: no es lo mismo conservar la fruta que conservar un documento.

¿Por qué buscamos conservar algo? Porque nos interesa, porque nos puede servir en el futuro (cercano o lejano), porque nos entristecería su pérdida.

Sabemos, sin embargo, que las cosas no duran para siempre. La fruta, tarde o temprano, se estropeará. El documento puede perderse en esos vericuetos incomprensibles de la electrónica, o simplemente si lo borro por error.

Nosotros mismos no somos eternos: por más que conserve el vestido, un día tendré que dejarlo para otros en el armario, porque una enfermedad, o incluso la muerte, me obligarán a prescindir de su uso.

A pesar de los peligros que amenazan a las cosas, buscamos conservarlas el mayor tiempo posible (menos la fruta: vale la pena comerla cuando está madura).

Por eso, en cada ser humano existe un conservador por naturaleza. Incluso quisiéramos conservar las casas del barrio, el clima que alegra nuestras primaveras, la estabilidad de un buen gobierno (los hay, aunque parezca casi un sueño).

Pero nuestros esfuerzos, tarde o temprano, fracasan. El clima cambia (por culpa o sin culpa de la especie humana). Los gobiernos buenos son sustituidos por malos gobernantes. Y mi cabello empieza a desaparecer o a teñirse de gris.

Así es la vida: un cambio continuo, en el que desearíamos conservar tantas cosas, pero que al final nos empuja al momento de la despedida: adiós al abrigo, adiós a la fruta, adiós al dato memorizado en la memoria.

Sin embargo, hay algo que dura para siempre: lo que hacemos desde el amor y para el amor. Solo eso se conserva eternamente, porque escribe las mejores páginas de la vida humana, y porque queda guardado, de modo indeleble, en el corazón de Dios…

 


 

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