Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
Digamos con claridad y sencillez que los derechos son lo que los demás tienen que hacer por mí y que los deberes son lo que yo tengo que hacer por los demás. Hoy todo el mundo habla de sus derechos y los reclama, lo que está muy bien; pero pocos son quienes hablan de sus deberes y los cumplen, lo que está muy mal. Porque deberes y derechos son correlativos, como los dos rieles del ferrocarril.
¿Cómo se respetan los derechos humanos de puertas adentro de la escuela, en el acontecer de cada día, en una escuela que va desde el jardín de niños hasta la universidad?
Conforme al artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todos los alumnos son iguales, ninguno puede ser discriminado por razón de sexo, religión, raza, ideología. Pero es muy probable que un grupo de alumnos, puestos a juzgar al profesor, descubran en él ciertas preferencias y ciertas antipatías, puesto que trata de diversa manera al predilecto y al antipático, al modosito y al vago, al hijo de Don Fulano y a los anónimos hijos de Sánchez.
El artículo 5 previene contra el trato cruel e inhumano, a cuya luz deberían revisarse los catálogos de castigos y sanciones habituales en algunos centros escolares. Porque no faltan maestros -lástima el nombre- que recurren al regaño satírico y humillante o al golpe zoológico que lastima mucho más el alma que la mejilla del alumno. A 9 años del siglo XXI, todavía hay “educadores” que piensan que la letra con sangre entra.
El artículo 11 afirma que todos deben ser considerados como inocentes mientras no se pruebe lo contrario. Sin embargo, cuántas veces se imponen sanciones colectivas cuando el maestro no es capaz de identificar al responsable de un comportamiento inadecuado. ¿No es esto convertir al inocente en culpable sin justificación alguna?
El artículo 12 establece el derecho a la intimidad, reputación y buena fama. Pero algunas aulas son testigos de ciertas reprimendas en que el maestro saca a relucir defectos, historias, toda la ropa sucia del indefenso alumno. El artículo 19 defiende el derecho a expresarse libremente y a opinar. Sucede que algunos maestros, por pura soberbia intelectual -y los más tontos son los más soberbios-, no admiten que los alumnos pregunten, duden o contradigan el monólogo inflado de quien habla ex cathedra creyendo falsamente que al alumno le toca oír, aceptar y callar.
El artículo 24 habla del derecho al descanso y a una jornada de trabajo de duración razonable. Aunque el calendario escolar está saturadísimo de días de asueto, valdría la pena tomar el pulso a los recreos, especialmente a los infantiles, que no siempre son suficientes de acuerdo a la edad de los escolapios, al reducido espacio de los salones, a la inmovilidad a la que están condenados los alumnos y a los patios de juego con frecuencia mal equipados.
La escuela no ha de contentarse con presentar a los alumnos la Declaración de los Derechos Humanos que deben conocer desde los estudios primarios; sino, además, y sobre todo, ponerlos en práctica como un indispensable ejercicio de convivencia.
Artículo publicado en El Sol de México, 10 de enero de 1992; El Sol de San Luis, 16 de enero de 1992.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de febrero de 2025 No. 1544