Por P. Fernando Pascual

Nos sorprende la infinita misericordia de Dios. Incluso nos confunde. ¿No merecemos un castigo? ¿No hemos fallado tantas veces al amor?

Ante el pecado y la maldad de los hombres, Dios responde con un perdón que solo se puede explicar de una manera: su amor de Padre.

Nos ama, y por eso nos creó. Nos ama, y por eso nos buscó. Nos ama, y por eso envió al Hijo para librarnos del pecado y de la muerte.

Desde entonces, el perdón está al alcance de todos. Un perdón que no es simplemente una ayuda fría, como la de un funcionario que reparte ropa y comida a gente necesitada.

Dios perdona porque ama. De un modo intenso, incluso apasionado. De un modo personal: «me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

Ese amor consuela, alivia, purifica, renueva, fortalece, transforma. La conversión es posible cuando, humildemente, nos dejamos amar.

Cada vez que cometo una falta, que me dejo llevar por el pecado, puedo recordar esta gran verdad.

Entonces mi corazón mirará al cielo e invocará un perdón nunca merecido, pero siempre disponible, porque surge de un Dios que es Padre.

No permitiré que el desaliento me carcoma. No dejaré que la tristeza maligna me destruya. No me rendiré en la lucha contra el pecado.

Tengo la certeza de un amor eterno, conocido gracias al Hijo hecho carne; un Hijo que nos reveló el rostro del Padre y nos enseñó a rezar, llenos de confianza, con palabras humildes y sinceras: “Padre nuestro… perdónanos como perdonamos. Amén”.

 
Imagen de Karen .t en Pixabay


 

Por favor, síguenos y comparte: