Por P. Fernando Pascual
Hay muertes que atraen un interés enorme: reacciones, comentarios, lágrimas, programas televisivos, chats, mensajes que hablan sobre una persona muy conocida.
Otras muertes se producen sin reflectores, sin ninguna relevancia en los medios ni en las redes sociales.
Normalmente, millones de personas mueren entre el cariño y el recuerdo de sus seres queridos, pero sin fama, sin comentarios, sin admiradores o detractores.
Algunos, por desgracia, mueren en un anonimato que nos interpela. Fallecen solos en un hospital, o en una residencia para ancianos, o en la calle entre la indiferencia de muchos.
En realidad, cada ser humano se presenta ante Dios de la misma manera. Porque Dios no mira ni la fama, ni los seguidores (o los enemigos), ni las cuentas en el banco, ni el número de los que llevan luto.
Ante Dios nos presentamos todos en una misteriosa condición de igualdad, y bajo un único parámetro de juicio: el amor.
Por eso, las muertes sin reflectores tienen, en el horizonte divino, una relevancia que puede sorprendernos, sobre todo cuando ocurre que algún famoso llega ante Dios sin el corazón preparado, mientras que un “olvidado” y “desconocido” se presenta lleno de obras buenas.
Este día miles de seres humanos atravesarán el umbral que nos lleva a la vida eterna. Algunos pocos, con muchos reflectores y el interés de multitudes. Otros, casi de puntillas, en un silencio que sorprende.
Dios mira a cada uno como Padre, como Creador, como quien nos busca sin mirar pasaportes, fama o aplausos.
Solo pide que nos dejemos perdonar, que le abramos nuestras vidas, que confiemos en su Amor, y que sepamos que la frontera del cielo se abre a quienes tuvieron misericordia de quienes estaban a su lado…