Por Jaime Septién

Me causa perplejidad que algunos católicos “conservadores” (cualquier cosa que eso quiera decir) se rasgan las vestiduras al escuchar las intenciones del papa Francisco de establecer lazos con los cristianos orientales, con los protestantes, con los musulmanes; que vaya a Mongolia, que no juzgue a los homosexuales o que intente, por todos los medios posibles, defender a los migrantes.

Destaco una de las múltiples frases que pueblan su autobiografía (Esperanza, Plaza & Janés 2025): “Solo quien levanta puentes sabrá avanzar: el que levanta muros acabará apresado por los muros que él mismo ha construido. Ante todo, quedará atrapado su corazón.”

Lo mismo pueden ser los muros de Trump que los que levantamos nosotros con el prójimo. Un muro no es otra cosa que un obstáculo para la solidaridad; un sólido cerco que no deja pasar la armonía, sino que destaca como prioritaria la estupidez del egoísmo.

Como su antónimo se yergue el puente: esa estructura que construimos real y metafóricamente para atravesar el espacio que nos divide, para escuchar al otro –incluso al otro “más diferente”—con los oídos del corazón. Este órgano vital donde anida la esperanza humana se expande cuando se siente libre de acoger, libre de necesitar, libre de olvidar rencores y abrazar al hermano que piensa diferente, aunque sea mal visto por los “puros”.

Al final de la tarde, cuando se acerca la sombra de la muerte –lo ha escrito San Juan de la Cruz—seremos examinados en el amor. El tablero que establece Jesús es simple. Transformado al lenguaje de su vicario en la Tierra, seremos examinados no por los bonitos, altos, orgullosos muros que hayamos construido, sino por los frágiles, tembleques, intangibles puentes que hayamos echado para cruzarlos y para que los cruce el amigo.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de abril de 2025 No. 1554

 


 

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