Por Jaime Septién

¿Que la Iglesia católica está perdiendo presencia en el mundo? ¿Que el Papa ya no interesa a nadie? ¿Que ya no tiene resonancia su mensaje? Si los desencantados del catolicismo, los que hacen coro a estos infundios, tienen ojos para ver y oídos para escuchar, creo que en estas semanas han de haberse quedado perplejos, cuando no sumidos en el silencio.

Nunca (y esto supera finales del Mundial, Súper Tazones y entronizaciones de reyes, príncipes, presidentes), y cuando digo nunca es eso, tantos millones de seres humanos estuvieron pendientes de un Estado minúsculo, de un sepelio o de una chimenea de horno de leña, custodiada por una gaviota romana.

Y los pronósticos…, ay, los pronósticos. ¿De verdad creyeron que iban a influir entre los cardenales las apuestas en Las Vegas, las tonterías de los “enviados especiales”, las estupideces de los comentaristas de aquí y de allá? La elección de León XIV les dejó con un palmo de narices. Es como si en el próximo Mundial todos apostaran por Argentina, Brasil, Alemania o Italia (Parolín, Tagle, Sarah y Zuppi) y de pronto ganara, es un decir, la escuadra mexicana.

Existe una característica esencial de la Iglesia católica que, a menudo, se nos olvida: el primado de la caridad. El mandamiento nuevo de Jesucristo, amar a Dios y al prójimo la hace un signo de esperanza en medio de las noches del mundo, como dijo en su primera homilía León XIV. Eso lo capta hasta el corazón más endurecido, hasta el locutor enviado al Vaticano a cubrir el Cónclave sin tener idea de lo que ahí se elegía.

El enorme libro de un escritor ateo, Javier Cercas, que viajó con Francisco a Mongolia (El loco de Dios en el fin del mundo) deja en claro lo que habita en el corazón del catolicismo (esa sonrisa de Francisco, esa serenidad de León XIV, ese ardor de los misioneros): el amor al que lo necesita; el amor a la Creación, el amor a Dios y al prójimo y el amor a uno mismo. No hay más.

 


 

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