Por P. Fernando Pascual

Empezamos una discusión. Había que responder ante aquella idea. El otro continuó con argumentos y contraargumentos. La discusión se alargaba sin llegar a ninguna parte.

Hay discusiones sin sentido, porque ninguno se abre al punto de vista del otro, porque no hay verdadera escucha, porque cada uno desea imponerse sobre el “adversario”.

Una discusión sin sentido puede alargarse por horas, incluso por días. Basta con pensar en un chat entre familiares que discuten una y otra vez sobre la oportunidad de las vacunas ante esa epidemia concreta.

Esas discusiones desgastan y llevan, en no pocas ocasiones, a pensar negativamente sobre el otro.

Se le acusa de estar encerrado entre prejuicios, de ser un manipulador, de no escuchar (incluso denigrar) a quienes ofrezcan datos y argumentos contrarios a sus posiciones.

Esas acusaciones, en realidad, pueden aplicarse perfectamente a las dos partes: no solo el otro está equivocado y tiene malas actitudes, sino que también “nosotros” hemos adoptado posiciones que no llevan a ninguna parte.

Podemos evitar discusiones sin sentido si conseguimos escuchar al otro con mente abierta, y si pensamos los propios argumentos no para buscar el triunfo a cualquier precio, sino para aclarar ideas y para avanzar hacia la verdad.

Si no logramos buenas disposiciones, lo mejor sería dejar de lado una discusión que desgasta y que daña las relaciones. En algunos temas, vale más un rato de silencio que no un debate que nos llena de rencores y que nos hace perder un tiempo precioso.

Esperamos que sea posible, en el futuro, llegar a actitudes de apertura interior que permitan construir puentes, sobre todo el puente del mutuo respeto, para luego afrontar temas importantes en los que a todos nos interesa avanzar, aunque solo sea un poco, hacia verdades que unen.

 
Imagen de Amy S en Pixabay


 

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