La entrada de los cardenales en la Capilla Sixtina, un tiempo suspendido de misterio en el que discernir al siervo de los siervos de Dios.

Por Paolo Ruffini – Vatican News

Estra omnes. Todos fuera. Sucede, en este tiempo suspendido, que todos en el mundo se preguntan quién será el 267º obispo de Roma. Todos involucrados, aunque físicamente excluidos del lugar donde los sucesores de los apóstoles convertidos en cardenales, reunidos y custodiados en el secreto de una Capilla, elegirán al siervo de los siervos de Dios llamado a guiar a la Iglesia.

Siervo. Siervo del único Pueblo del que Pedro fue y seguirá siendo parte, incluso después de haber sido llamado a dirigirlo.

Siervo. Y aquí está el misterio. ¿Cómo puede un siervo ser el líder de un pueblo? ¿De una Iglesia?

Una pregunta a la que Jesús respondió con palabras que aún hoy nos cuesta entender: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos». (Mc 10, 42-45).

Servir, para servir. A eso están llamados los sucesores de Pedro para guiar a la Iglesia. Y esta paradoja desorienta. Confunde tanto a los medios de comunicación como a los numerosos centros de poder, grandes y pequeños, del mundo, mientras se debaten sobre la identidad y el nombre que tomará el elegido, y tal vez incluso intentan influir en la decisión, elaborando escenarios e interpretaciones que parecen escritos en la arena.

Extra omnes. Esta regla interrumpe este tiempo suspendido entre el ahora y el todavía-no en el que incluso los cardenales (el pueblo de Dios que espera a su pastor, lo sabe, lo cree, lo pide) están llamados a entrar en el misterio; y a dejar no sólo a todos, sino todo fuera de la Capilla Sixtina: por tanto a sí mismos, sus pensamientos, sus razonamientos; y a vaciarse totalmente para dejar espacio sólo al Espíritu, a una dinámica que los trasciende, y al misterio de Pedro.

Pero Pedro es esto. Un misterio que nos confía una certeza.

Pedro es el pescador a quien Jesús prometió que el mal no vencería: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).

Es el Apóstol por quien -al confiarle su Iglesia- el Hijo de Dios oró con una recomendación especial al Padre. Para que le ayudara a llevar sobre sus hombros una carga que, de otro modo, sería demasiado pesada.

Pedro es un hombre sostenido por esta oración que se ha extendido a través del tiempo y de la historia sobre sus sucesores hasta llegar a nosotros hoy. Una oración concreta, especial precisamente: para que su fe no desfalleciera nunca ante las pruebas que tendría que afrontar, tan distintas y tan parecidas a las de nuestro tiempo, secularizado, dividido, polarizado, confuso, encarnizado; lleno de afán de mando y pobre de amor, incapaz de comprender el valor un servicio y del bien común, hinchado de frágiles certezas y falsas verdades, imbuido más de rencor que de misericordia, tantas veces deseoso más de venganza que de perdón: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo;  pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos»(Lc 22,31-32).

Pedro es un misterio de misericordia y de amor; de comunión y de escucha.

Pedro es un pescador que se equivoca en sus cálculos; que pasa angustiosamente toda la noche en el mar sin pescar un solo pez; que luego echa las redes en la otra orilla, sólo por la palabra de un desconocido. Y que finalmente comprende que el que le habla es su Maestro.

Pedro es un pecador perdonado: es el elegido que, antes de alegrarse, lloró amargamente después de traicionar. Como Judas. Pero él lloró. Ha llorado.

En sus lágrimas está todo su misterio. Y ahí está el misterio de la Iglesia.  Esas lágrimas son quizá las llaves del Reino. Son las llaves de Pedro y de su misterio: una fragilidad poderosa precisamente porque no brilla con luz propia. Una roca aunque no lo fuera. Que por eso mismo nos confirma a todos en la fe.

 


 

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