Por Arturo Zárate Ruiz
Dizque las mujeres son más vanidosas que nosotros los hombres. Tengo mis dudas. De reunirnos unos y otras en una cena solemos ser los hombres quienes hablamos, y hablamos, y hablamos, y, entre otros asuntos, para que nadie dude de nuestra muy humilde opinión, afirmamos en tono infalible que conocemos justo la manera de detener la caída del pelo (miren que yo sí soy infalible: lo único que lo detiene es el piso). Las mujeres, con prudencia, ponen cara de atención, no necesariamente escuchan, lo que redunda en sanidad mental para ellas, y que atiendan los asuntos de verdadera importancia, repetirse una y otra vez que, muy a pesar de todo, nos quieren.
Para colmo, si ellas de cualquier modo nos ganasen en vanidad, nosotros solemos ser más orgullosos, un pecado que temo peor. Quizá no se note, pero, calladitos, calladitos, solemos inflarnos más que sapos al pensar en nuestra sublime importancia.
No dudo que abunden los bien portados y de muchos éxitos. Y no es vanidad que, olvidándonos de quedar calladitos, los publiquemos. Necesitamos —las mujeres que trabajan también— distribuir nuestro ridículum ante posibles empleadores para que nos contraten. Después de todo, debemos conseguir dinero para comprar el infalible champú que dizque previene la calvicie.
Pero mi punto aquí no es tanto que publiquemos o no ese ridículum. Mi punto es que creamos a pie juntillas que todo eso es sólo producto de nuestro muy personal esfuerzo. El sacrificio, algunos piensan, fue sólo suyo. Nada del cuidado y educación que recibieron de sus padres. Nada de la atención, enseñanzas y paciencia recibidas de los maestros. Nada de la compañía y aliento ofrecidos por los amigos. Nada de las renuncias de la esposa para que el éxito y el renombre fuera suyo. No, el triunfo es sólo y egoístamente individual. Nada inclusive de Dios. Solo hay lugar para el orgullo, la vanidad, propias.
No digo que no abunden más los agradecidos, los que al menos reconocen a papá y a mamá en apoyarlos en su crecimiento moral y profesional. A mami la recuerdan, cuando mínimo, el 10 de mayo, y, tras darle un besito, la animan a que les prepare el guiso preferido. Que los ingredientes los ponga ella, digo, pues ella sabe cuáles son. Y que los trastes los lave ella, pues ella sí sabe dejarlos limpios. En cualquier caso, la recuerdan un poquito.
Pero hablo del peligro de ser vanidosos. No se evita tras negar nuestros talentos, en ignorar que gozamos de ellos, en, peor, ocultarlos según nos distinguen a cada uno.
El peligro consiste en que olvidemos que todos los bienes que tenemos nos vienen de Dios. Él es autor de la vida, de todo aquello que ilumina y alegra nuestra existencia. Él es quien ha establecido los límites de nuestros años, y quien lleva su cuenta. Seamos humildes y démosle en todo momento el crédito y las gracias por su bondad con nosotros.
Ahora, si no es correcto negar los bienes que, por su bondad, gozamos de manera muy especial —si lo debido es más bien reconocer la bondad de Dios según la hemos recibido— que no se quede ese reconocimiento en mandarle a Él los saludos y las muchas gracias. Si nos bendijo con éste o aquel talento, no es para que lo escondamos según lo hizo el mal administrador. Ese talento lo debemos ofrecer en bien de nuestros prójimos, en servirlos y amarlos, según el ejemplo de Cristo.
De allí que quien es santo no niega los bienes especiales de que goza por peligro a parecer vanidoso. No puede serlo porque admite muy de antemano que esos bienes no son suyos sino proceden del Todopoderoso. No puede serlo porque, además, se considera indigno de tanta bondad del Altísimo. De allí que no le dé pena que esos bienes recibidos brillen en el servicio y amor a los demás. Es así como deben relucir. Vienen de Dios y deben retribuirse como alabanza a Dios.
Como la Virgen, un santo proclama la grandeza del Señor, el que haya puesto Él sus ojos en la humildad de su esclavo. Sabe que sólo Él es Todopoderoso, y que sólo su nombre es Santo. Si cualquiera de nosotros somos finalmente “santos”, no lo somos por nosotros mismos, sino por la Misericordia de quien procede toda santidad, y por compartir, pues, esa misericordia con quienes nos rodean.
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