Por P. Fernando Pascual

Los problemas llegan. A veces, como accidentes puntuales: un apagón de luz, un atasco en el tráfico, una caída del teléfono móvil que lo deja fuera de servicio. Otras veces, como procesos lentos: una enfermedad que inicia, una deuda difícil de pagar, un despido anunciado e inevitable.

El problema, la dificultad, la crisis, el fracaso, tocan profundamente nuestra vida. No somos indiferentes ante la pérdida de un documento importante, ante ese síntoma que hace que el médico se ponga serio, ante esa murmuración que nos hace dudar de un amigo.

Ante la dificultad, surgen inquietudes, miedos, angustias. Algunos quedan bajo una especie de shock difícil de superar. Otros interiorizan la situación sin solucionarla, incluso con daños en su psiquismo y en su cuerpo.

Hay consejos humanos para afrontar los problemas con mayor serenidad. El estoicismo, entre otros movimientos intelectuales, buscaba ser una ayuda, incluso una terapia, para los males del alma.

Pero los consejos humanos llegan hasta un cierto punto, y no permiten curar un luto, un trauma, una frustración, una derrota importante en el trabajo o la familia.

Necesitamos un ancla mucho más decisiva, que una lo temporal y lo eterno, que abra un horizonte y una solidez que ninguna prueba podrá debilitar.

Ese ancla está en Dios cuando confiamos plenamente en Él. El problema seguirá allí, pero lo afrontaremos con paz, desde una perspectiva mucho más completa, porque hay una garantía de esperanza que no defrauda.

Desde la confianza en Dios vamos a afrontar esta situación difícil. Relativizaremos lo relativo, reconoceremos lo permanente, y descubriremos que tenemos un Padre en los cielos que garantiza, en cualquier prueba de la vida, un amor fiel y una ayuda sanadora.

 
Imagen de FaithGiant en Pixabay


 

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