Por P. Fernando Pascual
Millones de seres humanos se enfrentan cada día con situaciones de mal y buscan cómo superarlo o paliarlo.
Pensemos en los médicos y su continua lucha contra el dolor y la enfermedad.
Pensemos en los que colaboran en protección civil e intervienen en situaciones de grandes catástrofes.
Pensemos en el arriesgado trabajo de bomberos para apagar incendios y evitar la destrucción de edificios o las quemaduras de las personas.
Pensemos en policías que día tras días intentan paliar la delincuencia y promover ciudades menos peligrosas.
Pensemos, incluso, en cada familia: padres y madres que apartan a sus hijos de un peligro, que llevan al enfermo a un hospital, que ofrecen palabras de alivio a quien ha sufrido un grave contratiempo.
La lucha contra el mal es casi universal, porque involucra a todos, desde la atención para que nadie resbale en casa hasta las conversaciones a más alto nivel para evitar o detener guerras que provocan sufrimientos infinitos.
Pero esa lucha desgasta, ante la impotencia frente a males cotidianos (un contagio que no pudo evitarse) o frente a catástrofes a veces imprevisibles (un terremoto o una explosión de una planta química).
Existe el peligro del cansancio: ¿para qué tanto esfuerzo contra el crimen, si al final los delincuentes son fácilmente absueltos, si es que no se llega al absurdo de criticar a la policía cuando detiene a un ladrón callejero?
A todos nos afecta ese desgaste a la hora de luchar contra males, sobre todo aquellos que más se repiten o aquellos que provocan consecuencias de larga duración.
Sin embargo, todos estamos llamados a ofrecer nuestro pequeño esfuerzo para que haya menos accidentes, para que una persona pueda dejar el vicio del alcohol o de la droga, para que una familia supere rencillas dañinas y empiece a construir relaciones, primero de respeto y, ojalá, también de cariño.
No podemos dejarnos vencer por el mal. Para todos vale hoy el famoso consejo de san Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
Es difícil, porque todos nos cansamos al confrontarnos, cada día, con nuevos males físicos o morales (pecados) que destruyen no solo la salud del cuerpo, sino la paz del alma.
Pero desde la ayuda de Dios y de tantas personas buenas, mantendremos viva la esperanza, y dedicaremos lo mejor de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestras manos, en la tarea continua por prevenir males, sanar heridas, y promover un mundo un poco más justo y más sereno.