Por Jaime Septién

El filósofo Harry G. Frankfurt necesitó solamente 80 páginas de un libro de bolsillo para definir la charlatanería o, lo que es lo mismo, la manipulación de la verdad. No es que el charlatán sea un mentiroso, es que –simplemente– padece una ausencia de interés por la verdad. El charlatán crea falsificaciones y lejos de ser leal con el entorno (con la familia, con la ciudad, con la nación) se asegura de ser leal a sí mismo.

Apenas si necesito decir que estamos rodeados de charlatanes. No son ellos (o ellas) quienes cargan con toda la culpa, somos muchos de nosotros los que nos creemos capaces “de detectar la charlatanería y evitar verse afectado por ella.” Así como el triunfo del diablo es hacernos creer que no existe, el triunfo del charlatán es hacernos entender (por las buenas) que la verdad no tiene interés alguno, que lo que importa es la narrativa de los hechos.

La reciente elección judicial ha representado la cima de la charlatanería institucionalizada. Tanto los que votaron como los que no votamos sabíamos que los dados estaban cargados y que el tema encubierto por la narrativa de ser “el país más democrático del mundo” era la alfombra debajo de la cual se escondía el polvo del descaro; el lodo del autoritarismo, el moho del pensamiento único, la verdad de quien manda y la necesaria sumisión de quien obedece.

Al charlatán (póngale usted sexo, nombre y apellido) “no le importa si las cosas que dice describen correctamente la realidad. Simplemente las extrae de aquí y de allá o las manipula para que se adapten a sus fines.”. Dicho de manera más sencilla, es aquel (o aquella) que no fija sus ojos en los medios, sino en los fines. Y si para llegar a sus fines tiene que olvidarse de la verdad (cosa que no hacen ni el hombre sincero ni el mentiroso) no pone ningún reparo. Por eso, Frankfurt remata su ensayo diciendo que “la charlatanería es peor enemigo de la verdad que la mentira.”

Los charlatanes, y hay muchos en la política actual, son como los antiguos fariseos: cuelan el mosquito y se tragan (gustosamente) el camello. El problema es que el mosquito somos millones de mexicanos indefensos. Y el camello la desaparición del único contrapeso que había entre el poder presidencial y la dictadura: los jueces.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de junio de 2025 No. 1561

 


 

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