Por P. Fernando Pascual

Puede causar sorpresa encontrarnos con la pregunta: ¿existe un deber de ser felices? En otras palabras, la felicidad, ¿es un deber?

Una rápida respuesta nos dice que la felicidad no puede ser un deber, porque ser felices incluye numerosos elementos que están fuera de nuestro control, sobre los que prácticamente podemos hacer muy poco, o no hacer nada.

Un contagio fortuito, un terremoto, una crisis económica, no dependen de millones de personas que, de la noche a la mañana, sienten que el mundo se les derrumba, que la felicidad ha huido muy lejos.

Notamos, sin embargo, que decisiones concretas y libres configuran nuestra apertura a la felicidad, y nos orientan a alcanzar aquello que amamos y que hace bella nuestra vida.

En ese sentido, existiría un deber de buscar y de poner en práctica todas aquellas acciones y disposiciones que nos orienten hacia la felicidad: la nuestra y la de quienes viven a nuestro lado.

Tiene algo de razón Kant cuando dice que nuestras acciones concretas no garantizan automáticamente la felicidad que tanto deseamos: aquella medicina que pensábamos iba a curarnos crea un terrible y sorprendente daño colateral…

Pero no tiene toda la razón, porque buena parte de nuestra vida se construye desde decisiones libres que, en la medida de lo posible, nos acercan a la felicidad o, al menos, nos apartan de ciertas infelicidades.

Sobre el tema, conservan una sorprendente actualidad algunas afirmaciones de Aristóteles. Por un lado, reconoce que está en nuestro poder escoger lo bueno o lo malo, en vistas a acercarnos a nuestra felicidad.

Por otro, es consciente de tantas circunstancias que hacen que la felicidad completa resulta muy difícil de alcanzar, si es que no puede ser herida gravemente por desgracias como las que afligieron al famoso Príamo.

Ante la pregunta de si la felicidad sea o no sea un deber, podemos responder: existe el deber de buscar aquello que nos oriente a la felicidad, pero siempre con la conciencia de que mucho no depende de nosotros.

Aquí se abre un horizonte a la esperanza, pues solo si existe un Dios bueno que se interese por el hombre, resulta posible esperar que ofrezca como un don, al final de cada existencia humana, esa felicidad que tanto deseamos, como recordó el Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi, dedicada precisamente al tema de la esperanza.

 

Imagen de Van B.A. en Pixabay


 

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