Por el cardenal Felipe Arizmendi Esquivel

HECHOS

El Papa León XIV, en sus primeros días de servicio como sucesor de Pedro, ha insistido varias veces en la necesidad de construir puentes, de procurar ser una Iglesia unida en sí misma y en relación fraterna con otras confesiones religiosas. Parece ser que esta es una de sus inquietudes más sentidas. Quizá porque ha conocido y sufrido desgarramientos internos en la Iglesia, por cuestiones doctrinales, morales y pastorales, que pueden parecer opuestas y excluyentes.

El Papa quiere que todos seamos fieles al mandato de Jesús, quien señala la unidad de sus seguidores como requisito para evangelizar al mundo. Pero no una unidad meramente estratégica y oportunista, sino una unidad que tiene sus cimientos en la Santísima Trinidad, donde tres personas distintas son un solo Dios, por el amor.

Divisiones, lamentablemente, siempre han existido en la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, lo cual no es excusa para que sigan existiendo. Al principio, hubo altercados porque unos querían imponer normas judías a los convertidos al cristianismo procedentes de otras culturas; se analizó la cuestión y, con la inspiración del Espíritu, se tomó la decisión de no hacerlo. Con el paso de los años, surgieron muchas diferencias para definir puntos centrales de la fe, pues unos los formulaban de una forma y otros de otra.

Los Concilios ayudaron mucho a la unidad de la fe, pero nunca faltaron disidentes. Las divisiones más graves fueron entre católicos y ortodoxos por algunos puntos doctrinales y por no aceptar la autoridad del Papa, y la división entre católicos y protestantes o evangélicos, por la diferente interpretación de la Biblia. Estas divisiones han perjudicado mucho el proyecto de Jesús, de que sus discípulos permaneciéramos unidos.

A partir del Concilio Vaticano II, realizado de 1962 a 1965, han surgido otras divisiones internas, por diversas acentuaciones en la fe. Unos se inclinan más por lo devocional, lo vertical, y otros más por el compromiso social de la fe, lo horizontal. Ambas dimensiones son necesarias y complementarias; una dimensión no puede excluir a la otra, como la cruz de Jesús que consta de un palo vertical y otro horizontal. Como la mano derecha que no puede excluir a la izquierda; son diferentes, pero ambas se necesitan y se complementan; no se están rasguñando y excluyendo mutuamente. Se requiere diálogo entre las diferentes maneras de vivir la fe, y sobre todo mucho amor fraterno. Todos necesitamos de todos.

ILUMINACIÓN

Con ocasión del Jubileo de las familias, dijo el Papa: “Cristo pide que todos seamos ‘una sola cosa’. Este es el mayor bien que se puede desear, porque esta unión universal realiza entre las criaturas la comunión eterna de amor que es Dios mismo: el Padre que da la vida, el Hijo que la recibe y el Espíritu que la comparte. El Señor quiere que, para unirnos, no nos agreguemos a una masa indistinta como un bloque anónimo, sino que seamos uno: ‘Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros’. La unidad por la que Jesús ora es, por tanto, una comunión fundada en el mismo amor con que Dios ama, de donde provienen la vida y la salvación. Y como tal, es ante todo un don que Jesús trae consigo. Es, desde su corazón humano, que el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: ‘Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste’.”

ACCIONES

Esforcémonos por mantener la unidad en nuestra familia, en nuestra parroquia, en nuestros grupos y en la sociedad, renunciando humildemente a actitudes orgullosas de creernos que somos los únicos buenos y santos. Amémonos como hermanos: diferentes, pero unidos en el amor de Cristo.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de junio de 2025 No. 1562

 


 

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