Por José Antonio Varela Vidal

Durante los días tensos del Cónclave, que siguió a la muerte del papa Francisco, muchos se dejaron llevar por el escepticismo. Circulaban bromas sombrías, como la referida a la famosa fábula de Esopo: «La montaña ha parido un ratón». El temor a una elección insulsa o radicalizada, sobrevolaba Roma. Pero la historia, como suele hacer, dio un giro inesperado con la acción del Espíritu Santo: lo que el Cónclave parió el pasado 8 de mayo fue un león.

Y no cualquier león, sino uno de rostro sereno, sonrisa genuina y espíritu profundamente evangélico. La Iglesia, conmovida pero esperanzada, recibió como sucesor de Pedro a un hombre de paz desarmante, ágil en la mirada, lúcido en el juicio, sabio por experiencia, misionero de vocación y pastor de almas. Un hombre que deja aroma donde pasa y huella donde pisa.

Su nombre: Robert Francis Prevost, cardenal nacido en Chicago en 1955 y nacionalizado peruano en 2015. Su nombre papal: León XIV.

Un perfil inesperado

La elección lo sorprendió en medio de archivos, informes y discernimientos, mientras ejercía como Prefecto de la Congregación para los Obispos. Prevost no era un nombre que figurara en las quinielas más populares, pero su trayectoria era imposible de ignorar.

Desde sus años de joven agustino, pasando por sus tiempos de misionero en el norte del Perú, hasta llegar a los más altos cargos de gobierno eclesial, su camino estuvo marcado por la entrega silenciosa, la alegría constante y la fidelidad sin cálculo.

«Nació en Estados Unidos, pero se curtió en el Perú», fue una frase que se popularizó en los días iniciales de su pontificado. Y es que el Perú no solo fue su misión, sino también su hogar espiritual. Allí descubrió la radicalidad del Evangelio. Allí aprendió a escuchar en lengua quechua y a cabalgar por senderos polvorientos para llegar a comunidades olvidadas. Allí —dicen muchos— nació el corazón pastoral que ahora late desde Roma.

Las imágenes que cuentan una historia

Al poco tiempo de su elección, comenzaron a circular imágenes de su pasado: el joven seminarista con melena larga; el religioso bromista entre amigos; el profesor entusiasta en el aula; el obispo rodeado de gente; el animador de cantos navideños… En todas, un rasgo inconfundible: su sonrisa. Una sonrisa siempre auténtica, espontánea, nunca forzada.

Esa alegría interior —tan coherente con la «Alegría del Evangelio» promovida por su predecesor— fue también su sello como obispo de Chiclayo, diócesis peruana a la que fue enviado luego de servir durante dos períodos, como superior general de los Agustinos.

Allí se lo vio servir platos en los comedores de Cáritas, andar entre los damnificados de las inundaciones con botas de hule bien puestas, y recorrer comunidades rurales a caballo.

También se lo escuchó alzar la voz profética contra la corrupción y la indiferencia de las autoridades políticas, con un tono que nunca fue agresivo, pero sí firme, claro y evangélico.

En un video que conmovió especialmente, se le ve hablando a un grupo de jóvenes confirmados, advirtiéndoles —con ternura y determinación— que debían prepararse para la «burla del mundo», animándolos a ser valientes, protagonistas y no espectadores de un tiempo desafiante.

Un pontificado diferente

El papa León XIV ha llegado sin prometer rupturas ni revoluciones. Su sola presencia ya es una renovación. Se muestra profundamente humano, habla varios idiomas, disfruta de la música, conserva su amor por las matemáticas, va al estadio, se ejercita regularmente en el gimnasio y posee una formación sólida en derecho canónico.

Tiene cualidades entrañables, como su predecesor, pero ambos son diferentes. Los intentos por identificarlo como «el continuador de Francisco» se apagaron tan pronto como comenzaron. ¿Y si lo fuera? ¿Acaso continuar el camino de un pontificado, que devolvió el Evangelio al centro, sería algo reprochable?

El santo padre León XIV no ha entrado al trono de Pedro con estrépito ni slogans. Ha llegado con convicción y serenidad. No ha polarizado ni avivado tensiones internas. Por el contrario, desde su primera bendición como papa ha invitado a la unidad, al diálogo y a construir lo que él mismo llama una «paz desarmante»: una forma de ser que desconcierta a los violentos, desmonta la xenofobia, desarma al revanchismo y derrite la soberbia de los poderosos.

La foto oficial de su pontificado lo retrata con una media sonrisa de paz. Parece decirnos, sin palabras, que quiere construir -con todos-, una Iglesia más alegre, más festiva, más atrayente. Una comunidad misionera, que anuncie con convicción la Buena Noticia y que esté siempre «en salida».

 


 

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