Por P. Fernando Pascual
Aunque somos conscientes del papel de los prejuicios a la hora de pensar, aunque quizá hemos leído algo sobre el tema, muchas veces usamos los prejuicios ante tantas noticias que nos llegan cada día.
Así, si leemos que un político hacia el que sentimos simpatía ha sido acusado de corrupción, en seguida recurrimos al principio de la presunción de inocencia. Por el contrario, si luego leemos que otro político, al que vemos negativamente, ha sido acusado de algo parecido, nos viene a la mente la famosa frase: “cuando el río suena, agua lleva”…
En otras palabras, ante la primera noticia el prejuicio nos lleva a una actitud de cautela, que busca mantener en pie la fama del acusado mientras no se demuestren los hechos. Ante la segunda noticia, surge el malicioso prejuicio de que puede haber algo de culpa.
Resulta difícil salir de los propios prejuicios. Daniel Kahneman, en su famoso libro Pensar rápido, pensar despacio, tenía la suficiente humildad para reconocer cómo él mismo, al elaborar y analizar encuestas y estadísticas, incurría en prejuicios de diverso tipo.
Lo que interesa es identificar esos prejuicios que nos acompañan a la hora de afrontar cada noticia o cada situación que vivimos, para hacer al menos el esfuerzo de reconocer que vemos las cosas de modo distorsionado, y que hay otros modos de considerarlas que pueden ser útiles para acercarnos un poco a la verdad.
No siempre podremos tener la honradez y la apertura de mente para ver que nuestras afirmaciones o actitudes nacen de prejuicios, algunos que a veces aciertan, pero otros que nos pueden llevar a conclusiones injustas o, al menos, distorsionadas.
Con un sano esfuerzo de introspección, y desde una honradez que nos permita abrir mente y corazón, seremos capaces de reconocer los propios prejuicios y así relativizar sanamente lo que ahora pensamos, en vistas a mejorar nuestras perspectivas y nuestras apreciaciones, sobre todo cuando está en juego la fama de otras personas.