Por José Raúl Bautista Barahona

Desde niño, el amor me fue revelado no en discursos, sino en gestos. Mi madre, una mujer sencilla y profundamente creyente, no me enseñó a amar con palabras, sino con su vida. La vi dar de comer al hambriento, visitar al enfermo, vestir al desnudo, consolar al afligido… incluso cuando esos mismos a quienes servía la herían sin razón. No amaba por recompensa: amaba porque creía. Amaba porque había comprendido que amar es la forma más silenciosa y fiel de seguir a Cristo.

Fue en esa escuela de lo cotidiano donde recibí mis primeras lecciones de un amor que, con el tiempo, comprendí más hondamente a la luz del Evangelio. A través de la catequesis, la Palabra y la oración, descubrí que el amor auténtico no nace de un impulso, sino de una convicción que se vive. Amar es una elección diaria. Es entrega sin cálculo. Es dar sin medida. Es, muchas veces, seguir amando aun cuando no se es amado.

Aprendí que amar también significa dar incluso cuando uno está roto por dentro. Significa caminar con el hambriento, compartir con el anciano, entrar a hogares donde la única presencia real es Dios, oculto en el silencio de los pobres. En rostros dolidos y cuerpos cansados, he encontrado al Cristo escondido. Lo vi en niños sin voz, en madres abandonadas, en ancianos invisibles. Y amé, incluso sin ser correspondido.

He llorado muchas veces en silencio, sobre todo por quienes más amé. Fui traicionado, difamado, acusado, olvidado… pero nunca dejé de amar. Nunca dejé de creer que ser fiel al amor es ser fiel a Cristo. Siempre repetí, en lo secreto del alma: “Si llegara a odiar al hombre, sería el más infeliz de la Tierra.” Porque amar, incluso herido, es seguir a Jesús hasta el final.

El amor que brota de la cruz

Jesús no nos amó con conceptos, sino con heridas. En la cruz, cuando ya no quedaba nada, nos mostró el modo más alto y real de amar. Amar hasta sudar sangre. Amar aunque duela. Amar sin esperar. Amar como acto de fidelidad, no como emoción pasajera.

El amor de la cruz no es una idea, es carne, es entrega, es verdad. Cada persona, sea laico o consagrado, padre o madre, joven o anciano, creyente o no, está llamada a vivir ese amor como vocación. No hay estado de vida en el que no se pueda amar como Él amó.

En Amoris Laetitia, el Papa Francisco nos recuerda que “amar no es solo un sentimiento, es una decisión, una entrega” (AL 94). Y Benedicto XVI afirmó con lucidez que “el amor es la luz —en realidad la única— que ilumina constantemente un mundo oscuro” (Deus Caritas Est, 39).

Santos que amaron como Él

A lo largo de la historia, la Iglesia ha sido sostenida por quienes amaron hasta el extremo. No fueron perfectos, fueron humanos. Y precisamente por eso, su amor fue verdadero.

San Maximiliano Kolbe ofreció su vida en Auschwitz para que otro viviera. No fue heroísmo vacío, sino amor crucificado.

Santa Teresa de Calcuta reconoció el rostro de Cristo en los moribundos más pobres de Calcuta, y repetía: “No todos podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con gran amor.”

San Francisco de Asís abrazó al leproso, entendiendo que el amor se vuelve creíble cuando se vuelve gesto.

Santa Teresa del Niño Jesús dijo: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor.” Y lo fue.

No escribieron tratados: escribieron amor con sus manos, su tiempo y su entrega.

Amar en este tiempo

Pero, ¿cómo amar hoy, en un mundo herido por la codicia, la desconfianza, la mentira y el poder? ¿Cómo amar cuando incluso dentro de nuestras comunidades eclesiales se olvida el Evangelio del amor?

Vivimos una época donde el odio se disfraza de argumento, y el amor parece ingenuidad. Desde los hogares más humildes hasta las estructuras más altas de poder —incluso en la Iglesia— olvidamos que el amor no grita, no impone, no exige. El amor simplemente permanece.

Y aun así, Cristo sigue llamándonos a amar. No desde lo que sentimos, sino desde lo que decidimos. Desde la cruz. Desde lo pequeño. Desde lo cotidiano.

Una súplica universal

Este texto no es solo una reflexión. Es una súplica.  Una súplica al padre de familia, al obispo, al seminarista, al joven, al anciano, al migrante, al ateo, al religioso, al indiferente. A todos.

Porque el amor de Cristo no es patrimonio de unos pocos. Es tarea de todos.  Y porque la mayor pobreza de este tiempo no es la falta de pan, sino la falta de amor, de compasión, de ternura.

Volvamos a aprender a amar, no como lo dicta la costumbre, sino como lo enseñó la cruz.

“El amor que Cristo nos enseñó no es una emoción idealizada, sino una fidelidad vivida hasta la cruz.”

 


 

Por favor, síguenos y comparte: