Por Rodrigo Guerra López*
Para Maite y Jaime Septién, en el 30 Aniversario de “El Observador de la actualidad”, con admiración y afecto sinceros.
No hay comunión sin comunicación. Esto no es un mero eslogan publicitario ni una frase motivacional. La comunicación es una dimensión constitutiva del Dios en el que creemos los cristianos. Cuando meditamos sobre la “Encarnación”, sobre la “Redención”, sobre la “evangelización”, sobre la “misión”, sobre la dilatación del Reino, ¡sobre el Amor!, hablamos de comunicación.
El Dios cristiano no es un ser cerrado, sin puertas o ventanas. Al contrario, Dios Uno y Trino se comunica por Amor y de este modo nos hace partícipes de un tipo de vida que rebasa nuestra mera vida biológica. La comunicación de Dios nos origina, nos hace madurar y eventualmente nos salva. La comunicación de Dios nos permite vivir un silencio habitado y nos capacita para ofrecer una palabra cuyo significado desborda infinitamente nuestros modestos esfuerzos.
Mirando las cosas así, resulta muy extraño que el tema de la comunicación muchas veces se encuentre “desplazado” como un “tema más” de los muchos que hay que atender y entender en la vida de la Iglesia. No hay comunión, es decir, no hay experiencia eclesial verdadera, sin comunicación. Comunicar es ingresar en el núcleo profundo del ser de Dios y de su dinámica al interior de la Historia.
Más aún, prestar atención a la “comunicación” ayuda a entender que no existe por un lado “evangelización” y por otro “la dimensión social de la fe”. Desde un punto de vista “comunicativo”, el anuncio de la buena noticia del Reino pasa por nuestra conversión personalísima y por el testimonio público de lo que hemos encontrado en Jesucristo, sin interrupción, sin fragmentación, sin fractura alguna.
El Observador de la actualidad, desde su fundación, advirtió este desafío: es preciso comunicar “a tiempo y a destiempo” que el cristianismo es pertinente para nuestras vidas en todos sus aspectos. En mi caso personal, encontré, hace muchos años, en sus páginas, no sólo un espacio para compartir ideas, sino una gran ocasión para que la propia fe descubriera que era preciso “comunicar” que Jesús vive, sin temor, sin vergüenza, sin pensar en los “respetos humanos”. Dicho de otro modo, sin las páginas de El Observador muchas cosas habrían quedado recluidas en la timidez habitual a la que nos tiene acostumbrados – y hasta domesticados – el sistema.
Los treinta primeros años de este esfuerzo laical no habrían sido posibles sin el compromiso cercano de los obispos de Querétaro, y de otras diócesis, que han acogido a este medio de “comunicación”. Esto no sólo es un
bello ejemplo de comunión eclesial, sino que en el fondo refleja que la comunicación facilita al Pueblo de Dios a vivir en comunión. Además, El Observador, nos ha ayudado a través de los años a ese arduo ejercicio de discernimiento de los “signos de los tiempos” que tanto necesitamos para no afirmar un cristianismo abstracto y puramente formal.
Aprender a leer los “signos de los tiempos”, es decir, a interpretar qué nos dice Dios a través de las circunstancias y de los escenarios, muchas veces dramáticos, es un arte que requiere vida espiritual, diálogo comunitario y observación atenta. Muchos de los amigos que hemos colaborado en “El Observador” sabemos bien que una parte importante de su “línea editorial” surge de la constante conversación y de la mutua ayuda para lograr una mirada inteligente sobre la realidad a la luz de la fe. Más aún, esta conversación, sin dificultad, la podríamos calificar de cabalmente “sinodal” ya que se ha nutrido de manera constante con la iluminación de Mons. Mario de Gasperín – y de otros obispos – que han acompañado a fieles laicos y sacerdotes de las más diversas sensibilidades, en la reflexión, el análisis crítico y la puesta en común, durante muchos años.
En efecto, comunicar en El Observador ha sido una escuela de comunión, de sinodalidad y de misión que hoy, con nuevos bríos, habrá que continuar, siguiendo a nuestro Papa León XIV. Son estas experiencias, llenas de sacrificios invisibles y aún de lágrimas, las que edifican sin duda el presente y el futuro de la Iglesia.
Pidamos a Santa María de Guadalupe, comunicadora por excelencia del evangelio en nuestras tierras, que acompañe siempre a todo el equipo que hace posible cada semana la publicación de El Observador. Viviendo en comunión con Ella, la comunicación de la fe siempre encontrará nuevos cauces, nuevos horizontes y las más grandes oportunidades. Amén.
* Profesor en la Pontificia Universidad Lateranense; fundador del CISAV; miembro ordinario de la Pontificia Academia para las Ciencias Sociales y de la Pontificia Academia para la Vida; secretario de la Pontificia Comisión para América Latina.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de julio de 2025 No. 1567