Por P. Fernando Pascual

Los fracasos dejan huellas. Un accidente, un desprecio, un despido, una ruptura: el temor aumenta, la esperanza queda oscurecida.

Surge miedo a volver a empezar. ¿Ilusionarse para luego recibir un nuevo golpe? ¿No sería mejor adoptar una actitud escéptica, recelosa, para no sufrir otro desengaño?

A veces el temor llega a cristalizarse como una coraza que paraliza, que impide lanzarse a nuevas aventuras porque sospechamos que pueden terminar en derrota.

Nos damos cuenta de que no podemos vivir prisioneros de nuestros miedos. La vida, a cada minuto, nos exige dar nuevos pasos, tomar decisiones, afrontar dificultades, abrirnos a posibles victorias.

Es cierto que tememos abrazar una esperanza si luego chocamos con un desengaño que nos lleva a la tristeza, al cansancio, a la apatía.

Pero no podemos dejarnos atrapar por los temores. Lo negativo del pasado queda atrás. Tal vez nos ayudará a ser más prudentes, más maduros, más reflexivos antes de lanzarnos a una nueva ruta.

Lo importante es poner nuestra mente y nuestro corazón en proyectos buenos que aviven esperanzas, que nos unan a quienes también buscan un mundo mejor, abierto al amor de Dios y a la verdadera caridad entre los hermanos.

No todo saldrá bien. Aparecerán nuevas tormentas y dificultades. El cansancio hará que caminemos más despacio.

A pesar de todo, más allá de miedos y de barreras, hay que seguir adelante. La vida es demasiado corta y demasiado bella para quedarnos con los brazos cruzados, atados por nuestros temores.

Hoy amanece un día entre un sol tímido y unas nubes fugitivas. El reloj sigue su paso. El corazón acoge una nueva esperanza. Miramos más allá del cielo y, desde la ayuda de Dios, nos ponemos en camino, con esa esperanza que no defrauda y que nos impulsa a vivir con un alma grande y enamorada.

 
Imagen de Joe en Pixabay


 

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