Por Eduardo Garza Cuéllar
No pienso que a la Iglesia le sea fácil ni le salga bien construir pronunciamientos sobre temas relativos a la cultura y la comunicación social. Sus declaraciones en este ámbito son normalmente tardías, barrocas, abstractas y, no pocas veces, contraproducentes.
No le vendría mal, sin embargo, plantar cara —aunque esto sólo sirviera de testimonio, aunque perdiera el debate— frente a La Rosa de Guadalupe. La fórmula de este popular programa es simple, redundante y efectiva. Se presentan como reales situaciones domésticas ficticias en las que algo se complica más y más hasta que, ya entrando en la zona de la desesperación, alguien invoca a la Santísima Virgen con la misma confianza (aunque mayor devoción) con la que antes, en el mismo canal y en situaciones análogas, se invocaba al Chapulín Colorado.
Ella acude maternal y amorosamente minutos antes del final del episodio, provoca mágicamente que el río vuelva a su cauce y deja de propina una lección moral elemental. El resultado de esto no puede ser más que un bodrio cursi que explota la devoción popular y la lastima, que confunde dolosamente magia y teología, fe y superstición.
No quiero pensar que este fenómeno haya nacido de la simonía o de un pacto inconfesable entre la televisora y los guardianes de la fe. Pero, más que ello, me duele la tibieza de quienes dejamos crecer sin chistar una noción tan pobre, triste y elemental de la fe (la del dios intervencionista). Esa misma vida de fe alimentada de una buena teología (la que no teme a la verdad, la del Dios intencionista que nos propone Mardones) puede significar y alimentar increíblemente nuestra existencia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de junio de 2025 No. 1563