Por P. Fernando Pascual
Puede ocurrirnos: estamos rezando, alguien nos interrumpe, y contestamos de malas maneras.
Quien reza, desde luego, sigue siendo un ser humano con sus defectos, impaciencias, enfados.
Pero causa sorpresa encontrarnos con alguien que busca a Dios, que desea escucharle en la oración, y que luego responde con dureza, o indiferencia, o enfado, a quien le “interrumpe”.
Como seres humanos, buscamos espacios de silencio para nuestro encuentro con Dios. Sin esos espacios, la oración se hace difícil y la dispersión nos amenaza de mil maneras.
Desear un poco de paz y de silencio es compatible con la amabilidad, el respeto, la acogida del otro, también cuando nos interrumpe al pedirnos algo de poca importancia.
La experiencia de Dios, el gusto de la oración, nos ayuda a ser acogedores, comprensivos, abiertos a los demás, incluso cuando llegan en un momento poco oportuno con una petición que nos molesta.
La oración, que nos une a Dios, nos une a los hermanos. En cierto sentido, el nivel de nuestra vida de oración se mide con el nivel de nuestra acogida, auténtica y cariñosa, a nuestro hermano.
Son oportunas aquí estas líneas del Nuevo Testamento: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).
Necesito encontrarme con Dios, dedicarle momentos intensos y provechosos de oración. Si rezo de verdad, descubriré con sorpresa que mi corazón se abre, más y más, a acoger y amar a mi hermano, también cuando llega e interrumpe un momento hermoso de oración…