Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Buen distractivo resultó la presentación del grupo Marilyn Manson en la feria de San Luis Potosí. Hubo protestas de padres de familias, aclaraciones de la autoridad eclesiástica, encomio de la autoridad civil, opiniones populares gozosas y reacción de grupos católicos que se sintieron ofendidos por textos, símbolos, gestos y rituales de sabor satánico.

El hecho no vale para recordarlo, quizá sí para interpretarlo, pues tuvo una connotación religiosa innegable. Se trata del muy serio asunto de la relación entre “lo sacro y lo profano”, que marca absolutamente toda la vida humana, y nos define como personas y como sociedad. Entre lo sacro y lo profano se libra una lucha ancestral que se inicia con el tiempo y termina en la eternidad. Somos “religión”, y al final seremos lo que ella haya sido para nosotros. Es el precio de nuestra libertad.

En efecto, todo lo existente: objetos, personas y gestos, se definen por la sacralidad o la profanidad que contienen, o que les otorgamos. Todo será “santo” o “profano” según su entorno, su función, o la conectividad que posea con los humanos. La “sacralidad” de una cosa o persona depende de su capacidad de atracción, de su brillo, de su encanto y, por tanto, de su carácter benéfico o maléfico para los humanos. Los antiguos tenían un término preciso para nombrarla: Le llamaban fascinación. Sus sinónimos son seducción, encantamiento, hechizo… La zarza ardiente fascinó a Moisés; tuvo que arriesgar su cercanía para comprobar su significado.

Estas manifestaciones se suelen llamar “teofanías”, destellos divinos, y las hay portadoras de bendición o de maldición. La misma terminología suele ser ambigua: sacro o santo puede llegar a significar maldito, y a convertir lo monstruoso o repugnante, a un asesino o a la misma muerte, en genio protector. Mucho depende de la capacidad de asimilación y del uso que se haga de los elementos culturales de que dispone una población o una etnia. Aquí, en este caso, de su apertura al “más allá”, o al inframundo, como sería la superstición, adivinación, nigromancia, necrofilia, satanismo, tabúes y mitos en general.

De todo esto nos libró Jesucristo. Él vino a deshacer las obras del Diablo. En el Nuevo Testamento se nombra más de 30 veces, según su naturaleza y sus obras: Es el “Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira; Satanás, el Seductor del mundo entero. El que introdujo el mal y la muerte en el mundo y el que lo tiene esclavizado a su poder. Por eso, Jesús mismo oró al Padre por sus discípulos: “no para que los saques del mundo, sino para que los libres del Maligno”. Y así, como oró Jesús, así nos enseñó a orar en el Padre nuestro: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del Mal”. Y explica el Catecismo: “Aquí el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona: Satanás, el Maligno. El ángel que se opone a Dios” (n. 2851s).

Un bautizado católico, renuncia en el bautismo a Satanás y a sus obras. Debe ejercer el discernimiento, pues si niega su existencia o influencia, seguro le agradece el favor: “Querer poner solos el orden en el mundo, sin necesitar de Dios, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, poner a Dios entre las ilusiones, es la tentación que hoy nos amenaza de múltiples formas” (J. Ratzinger). Dios no es sólo real, sino la misma realidad.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de agosto de 2025 No. 1572

 


 

Por favor, síguenos y comparte: