Por Rebeca Reynaud
Durante los ejercicios espirituales que el futuro Juan Pablo II predicó a la Curia Romana y al Papa Paulo VI en 1976, el Cardenal polaco se centró en el pasaje de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos, y señaló que el pedido del Señor “velad y orad conmigo” había sido “un pedido inconcluso: los tres discípulos predilectos no fueron capaces de cumplir con este único pedido de Jesús”. También para nosotros, entonces, la oración de Getsemaní continúa.
La Iglesia está viva porque se basa en dos personas que lo están: Jesús y tú.
La comunicación con Dios debe ser tan intensa como la de aquel que ora mientras su avión se precipita a tierra a toda velocidad. La intensidad de la súplica debe ser un instante de verdadero éxtasis de entrega y fervor.
Hay que hacer oración para discernir qué es lo que debemos hacer. Jesús nos busca. El libro de Apocalipsis dice: “Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo. Al que venza le concederé sentarse conmigo en mi trono…” (Apoc 3,20).
La imagen de Cristo llamando a la puerta es de las más bellas y enternecedoras de la Biblia. Es un modo de expresar el deseo divino de que los hombres tengamos amistad con Dios. La verdadera gloria de nuestra naturaleza es dejarnos invitar por Dios. En cada comunión tenemos una cena con Cristo.
Dios había revelado su “nombre” a Moisés. Este “nombre” era más que una palabra. Significaba que Dios se dejaba invocar, que había entrado en comunión con Israel, dice Benedicto XVI en Jesús de Nazaret II (p.111).
En Las Moradas, Santa Teresa explica que para entrar al castillo interior hay que hacer oración. Escribe: “La que no advierte con quien habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no lo llamo yo oración aunque mucho menee los labios… Quien tuviese de costumbre hablar con la Majestad de Dios como hablaría con su esclavo, que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca…, no la tengo por oración” (1,7), y así dice que no hay que caer en semejante bestialidad.
¿Y cuál es el tema de mi oración? El tema de mi oración debe ser o es Jesús, por eso tratamos de llevar el Evangelio a nuestra oración. Unir nuestra oración a la de Jesús. “Señor, contigo nada es imposible”.
Un rabino de Nueva York escribió un libro en el que dos rabinos del tiempo de Jesús, uno joven y otro mayor, conversan. El mayor le dice al joven: “Ve a oír que dice ese Rabbí de Galilea porque ha causado revuelo”. Se fue el joven todo el día a escuchar a Jesús. Cuando regresó, el rabino mayor le preguntó: “¿Qué dice ese Maestro?”. Contestó el joven: “Habla de la Ley de Moisés, de los profetas”. Entonces, dijo el mayor, “¿cuál es la diferencia?”. Respondió: “La diferencia es Él”.
Leamos ahora lo que dicen dos Padres de la Iglesia: En el Libro de las Sentencias, Isidoro de Sevilla dice: “La oración nos purifica, la lectura nos instruye. Usemos una y otra, si es posible, porque las dos son cosas buenas. Pero, si no fuera posible, es mejor rezar que leer”. “Cuando rezamos, hablamos con el mismo Dios; en cambio, cuando leemos, es Dios el que nos habla a nosotros. Todo progreso (en la vida espiritual) procede de la lectura y de la meditación. Con la lectura aprendemos lo que no sabemos, con la meditación conservamos en la memoria lo que hemos aprendido” (3,8-9).
San Gregorio de Nisa escribe: “A través de la oración logramos estar con Dios. Quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes” (De oratione dominica 1: PG 44, 1124 a-b).
San Agustín nos habla del recogimiento, escribe: “Invitado a volver dentro de mí mismo, entré en mi interior guiado por Ti; lo pue hacer porque Tú me ayudaste” (Confesiones VIII).
San Juan Pablo II decía que el objetivo prioritario es despertar el afán de santidad en todo el pueblo de Dios: “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración” (Carta ap. Novo Milenio ineunte, n. 32).
Dios nos podría decir: “¡No pierdas el tiempo olvidándome! Pensar en mí es multiplicar por diez tu fecundidad. Encuéntrame en todo. Yo hago mías tus intenciones y bendigo a cuantas almas me confías. Déjame conducirte a mi manera. Yo pacifico todo lo que conquisto y comparto mi alegría luminosa con todo lo que asumo. Mis caminos son a veces desconcertantes, trascienden la lógica humana, en la humilde sumisión a mi proceder en donde encontrarás la paz y la fecundidad. No cuentes contigo, cuenta Conmigo. Une tu oración a mi oración. Ten confianza, la confianza es la forma de amor que más me honra y me conmueve. La confianza que no se manifiesta se debilita y se esfuma. Conmigo no hay ni una sola dificultad de la que no puedas salir victorioso. Yo estoy en lo más íntimo de cada persona, pero ¡qué pocas se preocupan de ello! Llámame en las horas del dolor para que tu cruz sea mi Cruz y para que así te ayude yo a llevarla con paciencia y valentía. Yo te doy la fuerza y el valor de emprender todo lo que te pido. Esfuérzate por ser un testigo de mi divina benevolencia. Da gracias por todo. Ofréceme el mundo entero”. (cfr. Gaston Courtois, Cuando el Señor habla al corazón, San Pablo 1998).
Benedicto XVI escribe: “La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre” (Encíclica Deus caritas est, n. 37).