Por Jaime Septién
Acabo de leer el ensayo de Marc Augé, El porvenir de los terrícolas (El fin de la prehistoria de la humanidad como sociedad planetaria). El nombre es complicado, pero este antropólogo francés no se anda por las ramas: o le entramos como personas, como familias, como sociedades, a la solidaridad que define a los seres humanos o nos vamos a sumir en un abismo cuya profundidad y peligrosidad no conocemos.
Escribe Augé: “en vista de la situación del planeta, tanto podemos temer que esta proporcione a la estupidez humana la oportunidad para desencadenar una catástrofe sin precedentes como alimentar la esperanza de que sea, a fin de cuentas, el instrumento de una toma de conciencia de la necesaria solidaridad que debería definir a la especie humana para permitir su futura supervivencia.”
¿Qué se puede hacer para que no triunfe la estupidez? El propio Augé señala la cuestión de la educación: “si el yo es otro, el otro también es un yo. Tan solo una educación generalizada puede hacer perceptible, para todos, esta doble ecuación, barriendo el egocentrismo, el etnocentrismo y todas las formas de proselitismo”.
¿Se trata de una utopía esto de la educación para todos? “La utopía de la educación seguirá siendo un ideal –pero sin duda es bueno que una dirección así, al menos, esté fuertemente indicada y que este ideal, por utópico que pueda parecer, encuentre su lugar en el planeta entero.”
La amistad social de la que habló el papa Francisco en Fratelli tutti, es decir, la solidaridad entre nosotros solo será posible cuando, educadamente, reconozcamos al otro como yo. Para los creyentes, al otro como un hijo del mismo Padre. Un hermano.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 31 de agosto de 2025 No. 1573