Por Jaime Séptien

Acabo de leer un pequeño gran libro: A corazón abierto (Ediciones Sígueme, 2012) del “judío universal” y Premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel (1918-2016). Sobreviviente de los campos de concentración nazis, dedicó su vida y más de 50 libros a explicarle al mundo que el mal no tiene –ni tendrá—la última palabra en la historia de la humanidad.

El título del libro hace mención a dos temas: la reflexión sobre la muerte y el Juicio Final (Wiesel era un judío practicante) y la reflexión sobre lo que ha hecho en su propia existencia en la sala previa al quirófano, cuando en 2011 le practicaron una operación a corazón abierto. Como sobreviviente del Holocausto, Wiesel tenía dos caminos: sentirse abandonado por Dios y traicionado por los hombres y escoger la venganza, o tratar de convertir la experiencia traumática en un grito a favor de la paz.

Como Wiesel, todos los seres humanos –independientemente del dolor por el que hayamos pasado (él lo enfrentó en Auschwitz a los 21 años)–, debemos escoger algún día “entre la violencia de los adultos y la sonrisa de los niños, entre la fealdad del odio y el deseo de oponerse a él; entre infligir sufrimiento y humillación a su semejante, y ofrecerle la solidaridad y la esperanza que, quizá, merece”.

En otras palabras: convertir “una historia sobre la desesperación “ en “una historia contra la desesperación”. Al ser liberado por las tropas aliadas en 1944, famélico, casi sonámbulo y errático, con la muerte de su madre y de su hermanita (a las que vio descender del tren de la muerte nada más llegar deportados de Hungría); con la agonía en sus brazos de su padre, y con la visión del grado cero de compasión de la “solución final” de los nazis, Wiesel eligió, frente a la ira, el agradecimiento. Remata su libro diciendo: “Yo sé que mi elección era la buena”.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de septiembre de 2023 No. 1469

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