Por Arturo Zárate Ruiz
A veces prefiero a un ateo que a un relativista. El primero admite la posibilidad de una verdad y, aunque equivocado, intenta sostener con hechos y argumentos su postura. El relativista dizque te permite que pienses lo que se te dé la gana pues, en última instancia, dice, no existe ninguna verdad. Puedes elegir vivir en Disneylandia o en la Isla de la Fantasía. No investigues, por ello, no sólo sobre la existencia de Dios, tampoco sobre ningún asunto, ni siquiera si te duele o no la muela. Todo acaba siendo según se incline tu imaginación. La verdad, si es que después de todo existe, estaría en tu mente, en lo que se te ocurra pensar en un momento u otro, no en las cosas. El gran peligro consiste en que el relativista, por más de “amplios criterios” que presuma ser, no sólo preferirá siempre lo que él piensa. Si es más fuerte que tú y le conviene, también te lo impondrá, te guste o no.
Pero empecemos con eso de negar a Dios. Es gravísimo. Y negar inclusive algo del todo evidente como lo es la realidad de mi nariz, justo bajo mis ojos, es de locos, aun cuando valga preguntarme, bromear y responder de qué se trata: «Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva, érase un peje espada mal barbado…», según la burla de Quevedo. Si exagera este madrileño sobre esta nariz, puede hacerlo porque hay algo real de qué reírse.
La negación, según la rebasa el relativismo, consistiría no en sostener que no tengo nariz, sino en algo peor: en afirmar que de ningún modo puedo saberlo y, que, por lo tanto, piense lo que se me dé la gana.
Con un relativista no tiene sentido construir argumentos, ni aun los mejores. ¿Para qué, si al final no es posible concluir nada? Tampoco tiene sentido averiguar y repasar los mismos hechos, ¿cómo, si no podemos saber si los hay?
Tampoco tiene sentido abrazar la diversidad y defenderla. Si no puedo distinguir las cosas ni, por tanto, escogerlas a sabiendas, quedo abandonado en el desatino.
Quedo abandonado a lo que me impone el más fuerte.
Mínimo, el relativismo facilita la manipulación. Si no se puede confirmar nada de lo que uno escucha con la realidad, no hay manera de cerciorarse de nada. No puedes advertirle ni a tus niños que no se tiren por el precipicio, pues no sabes de ningún modo si existe después de todo el peligro, y ni siquiera si existen tus niños. Hablar con ellos sobre el riesgo de caer y romperse la cabezota no tendría más valor que contarles un cuento de Caperucita Roja, tal vez entretenido, si es de su gusto y tienen imaginación, pero hasta allí.
Y no es que exagere. ¿Cómo puedes advertirles sobre los farsantes en la televisión, en las mismas escuelas, en la política y aun de algunos predicadores si no es posible ni tiene sentido hacerlo?
¿Y cómo defenderte de un tirano que quiere esclavizarte si eso de ser “tirano” y “esclavo” no es algo real sino mero pensamiento?
Tristemente, el relativismo, al menos en la tradición de Occidente, no es nuevo. Lo expresó ya René Descartes con su «pienso, luego existo». Thomas Kuhn, filósofo de la ciencia, la reduce a una sucesión de modas de pensar. Los científicos se dedican así a pensar, no a investigar las cosas. Hoy, al estudiar filosofía, se repasan históricamente a los “grandes pensadores”, sus pensamientos, no las explicaciones de los sabios sobre lo que es universal y real en el ser de cada cosa. Al igual que ocurre con alguna antropología social, todo se convierte en una sucesión de “culturas”, las cuales no son más que “usos y costumbres” siempre cambiantes, nunca objetivos, anclados en la subjetividad de un grupo. Si este pueblo acostumbra a desayunarse a su vecino, no lo juzgues, es su “estilo”.
El relativismo no conduce a la tolerancia, pues si se tolera algo es porque se conoce lo que es. A lo que conduce es a una peligrosísima irracionalidad. Según lo advirtió Benedicto XVI, el yo propio y sus apetencias se conviertan en la única medida de todas las cosas. Se anula así el diálogo, se socava la democracia, y se impide la construcción de una sociedad basada en un bien común, al dejar a los valores y a la verdad a merced de las circunstancias, las opiniones y los intereses individuales. Surge así la dictadura del relativismo. No la razón, sino el más fuerte impone a los demás lo que él piensa.
Imagen de Fernando Villadangos en Pixabay