Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

En actos públicos solemnes, como lo han sido la investidura presidencial del último señor Presidente y el de nuestra actual señora Presidenta, así como el de la solemne investidura de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, además del ceremonial propio del Estado laico como lo es por definición el nuestro, se intercalaron ciertos rituales de los representantes de algunos grupos originarios-indígenas, como fueron la invocación de la divinidad, la petición de protección y amparo, las limpias, los sahumerios rituales de incienso o copal, las coronas de flores y, como rito sobresaliente, la entrega del “bastón de mando” a los nuevos titulares en sus respectivos cargos.

Los primeros rituales se realizaron, uno en el patio interior del Palacio Nacional y, el segundo, en el llamado Zócalo o Plaza Mayor y principal de la Nación, con la solemne insignia de la Banda presidencial recién estrenada y, el tercero, en un cerro ceremonial indígena cuya ubicación coincide con la orografía sagrada que embelleció la tilma de Juan Diego y ahora adorna la vestidura de santa María de Guadalupe, según las investigaciones eruditas del padre Mario Rojas.

Al explicar el significado de algunos símbolos allí utilizados, indicó el orador en turno que el bastón de mando representaba la “Vara de Moisés”, que utilizó el Gran caudillo de Israel para guiar a su pueblo a la tierra prometida. Se mencionó la presencia benévola del “Colibrí”, allí difícil de visibilizar, pero que, como se sabe muy bien, está incluido en el nombre de Huitzilopochtli –“Colibrí del Sur”–, y también al discutido personaje Quetzalcoatl. Es sabido que el colibrí causó a los misioneros especial sorpresa pues, por su belleza de plumaje, su pureza alimenticia y la destreza de sus movimientos, era considerado como presencia de Dios; además, el fenómeno insólito de su “invernación” se consideró como una alegoría de la muerte vencida por la resurrección de Cristo, como lo narra maravillado Motolinía en sus “Memoriales”.

Sin poder profundizar en cada elemento del ritual, conocemos bien el significado de algunos signos ceremoniales que los misioneros franciscanos tomaron de las cosmogonías indígenas e incorporaron, purificados, a la creencia y nueva fe cristiana en su predicación y en su liturgia y expresión popular, algunos todavía vigentes entre nosotros, conservados celosamente por los hermanos indígenas. El haber incorporado los elementos religiosos a la nueva fe se gestó, sin igual, en Santa María de Guadalupe, cuya imagen y mensaje han merecido el calificativo pontificio de “evangelio perfectamente inculturado”, para muchos de nosotros todavía por descubrir.

El escozor que causó en algunos sectores, también católicos, la utilización de rituales religiosos en momentos de tan alta significación republicana y laica, como lo es por definición nuestra Patria, merece mucha mayor y fuerte reflexión, sobre todo en momentos como los que estamos viviendo, cuando el lenguaje y ciertas actitudes sociales y políticas se han servido de expresiones de la fe católica sin tasa ni medida. O con muy poca, según lo que pueda venir. En lo que mira a la doctrina católica ha quedado claro, desde el Concilio para acá por lo menos, el rechazo a cualquier uso de su doctrina y simbología religiosa para utilidad partidaria, o para menosprecio de cualquier credo religioso serio, sin excluir la posibilidad de colaboración sincera en todo lo que contribuya a la paz social, a la dignidad de la persona humana y a la defensa de la creación. La laicidad positiva incluye el respeto y tutela de toda práctica religiosa auténtica, y prohíbe la utilización de una religión como privilegiada por un estado, pues la niega y convierte en confesional.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de octubre de 2025 No. 1579

 


 

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