Por P. Fernando Pascual
El caminante se siente estimulado por la cima. Desea alcanzarla como meta. Ha pensado la ruta, las etapas, la comida, los descansos.
Inicia la marcha. Hay paisajes variados y atrayentes, pero no son el objetivo. Aparece el cansancio. Hay que luchar para conseguir lo que tanto se espera.
Por fin, llega a la cumbre lleno de alegría. El paisaje muestra sus bellezas. En la altura, todo se ve de modo diferente.
Pasan los minutos, quizá alguna hora. La cima no puede convertirse en una pausa duradera. Hay que empezar el regreso.
El dinamismo del regreso suele ser diferente. Si al inicio, el deseo de la meta daba fuerzas y llenaba de entusiasmo, ahora el cansancio se hace vivo. No sentimos la misma ilusión que al inicio de la jornada.
Hay momentos en la vida humana que pueden quedar descritos con esta experiencia del montañero. Un deseo intenso nos anima en la universidad, al preparar un examen, o cuando organizamos las vacaciones.
Luego, después de una lucha larga, y tras superar problemas y barreras, llegamos a la meta. Tras el objetivo alcanzado, surge la pregunta: ¿y ahora?
No siempre “regresamos”: quien recibe el título de la universidad observa y disfruta el resultado de tantos meses de estudio.
Pero en el fondo, toda vida es un avanzar hacia metas provisionales, y un regresar hacia el origen de todo, hacia un “espacio” que inició nuestra aventura humana y nos llama a volver a la casa definitiva.
Sorprendentemente, el regreso a casa, la vuelta a nuestros orígenes, no cansa, no frustra, no anula las alegrías de cimas provisionales. Al contrario: volver a quien dio origen a nuestra vida se convierte en una alegría intensa.
Porque nuestra vida inicia desde Dios y, a través de un sinfín de etapas, está llamada a regresar a Dios.
Solo Dios, punto de partida y punto de regreso, es, de modo sorprendente, la meta auténtica de cada camino (excursión, aventura) que recorremos los humanos; la única cima en la que ya no hay regreso, sino solo alegría eterna.