Por P. Fernando Pascual

Todo lo que hacemos conscientemente busca alcanzar un objetivo, una meta.

Si caminamos, es para estar en forma o para visitar a un familiar. Si comemos, es para mantenernos fuertes. Si trabajamos, es para traer dinero a la familia.

En ocasiones, surge la pregunta: ¿son buenos todos mis objetivos?

Nos gustaría responder afirmativamente, pues tenemos un deseo íntimo de orientar la propia vida hacia lo bello, lo noble, lo bueno.

Pero en ocasiones notamos que hay objetivos no del todo sanos, o que se mezcla, en un objetivo bueno, otro negativo.

Pensemos en ese objetivo tan común entre millones de trabajadores: conseguir dinero para los planes personales y la familia.

De repente, en el horizonte aparece un manera concreta (un objetivo) para ganar dinero fácil pero de modo deshonesto.

Surge así el gran peligro del pecado, de la injusticia, de la corrupción. Sentimos la fuerza de una meta errónea que “facilita” conseguir otras metas, incluso buenas.

Es fuerte la tentación de hacer algo malo para luego obtener algo bueno. Pero nos damos cuenta de que, en el fondo, así nos destruimos y dañamos a otros.

Por eso, necesitamos continuamente evaluar lo que hacemos para purificar todo deseo equivocado, y para escoger solo aquellas acciones que son buenas y que nos permiten alcanzar objetivos sanos.

Todo lo que hacemos nos configura de un modo o de otro, como han explicado tantos pensadores del pasado y del presente.

En este día, antes de actuar, necesito mirar mi corazón, ver si tengo objetivos buenos, arrancar posibles fines desviados, y buscar esa meta que da sentido a la vida humana: hacerlo todo desde el amor de Dios y desde el amor a los hermanos…

 
Imagen de Daniel Reche en Pixabay


 

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