Por Cecilia Galatolo

El consumo de pornografía a menudo sustituye a una relación real: al convertirse en un sucedáneo, parece llenar el vacío dejado por una persona real. A veces, sin embargo, la pornografía también puede convertirse en el intruso, en el tercero en discordia dentro de una pareja.

Incluso hay matrimonios que consideran los vídeos porno como tutoriales y creen que pueden entrar en la escuela de la pornografía para aprender a quererse mejor.

Una disciplina para estudiar

Muy a menudo, la pornografía es la herramienta a la que recurren los jóvenes por curiosidad y en cuya escuela esperan aprender más sobre sexualidad.

Además de la gratificación inmediata, sin el compromiso que exige una historia real, buscan saber más sobre este ámbito, aunque luego, en realidad, desaprendan lo que es más importante saber: la pornografía, de hecho, excluye los gestos de ternura que son la sal de una relación auténtica, y mina la capacidad de amar.

Esta idea de querer aprender del mundo del porno también puede afectar a las parejas de novios o casados.

La intimidad sexual

Jason y Crystalina Evert, dos esposos, padres de ocho hijos, que han hecho del anuncio de la castidad, en sentido amplio, su misión, explican en vídeos y libros que la intimidad sexual es el lenguaje típico de los esposos, pero que no basta con estar casado para vivirla de forma pura.

La sexualidad humana, para aquel matrimonio que se inspira en la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II, tiene su propia gramática, entre cuyas reglas, escritas en nuestros cuerpos, está la dimensión oblativa. El hombre y la mujer se entregan, totalmente, el uno al otro. Y, para que la unión goce de plenitud, la entrega es única, total, exclusiva y fiel.

El hecho de utilizar a otras personas, viéndolas como maniquíes, hace que uno sea impuro, ya que ve el cuerpo de otro como algo que sirve para algo, y no como un regalo. El sexo se convierte en una actividad, en un performance, y deja de ser un lenguaje que dice amor.

Cuando se mina la exclusividad

El hombre y la mujer están estructurados para entregar su cuerpo a la persona amada en una dimensión exclusivamente propia. La intimidad sexual, para ser vivida en la verdad, necesita un lugar íntimo, oculto, lejos de miradas e intromisiones externas. El hecho de que terceras personas, física o virtualmente, entren en el tálamo nupcial es algo obsceno (etimológicamente, los griegos utilizaban el término ob-scena, para decir que todo lo relacionado con la sexualidad debía quedar fuera de la escena). Introducir pornografía en el matrimonio contradice un aspecto fundamental de la sexualidad: es una violación de un espacio que debería pertenecer siempre y únicamente a los esposos. Es precisamente esto lo que diferencia a las personas de los animales.

Los vídeos porno no sólo no narran el amor, sino que se convierten en voces y rostros intrusos; distraen a la pareja de la finalidad para la que fue concebida la intimidad: la comunión del uno con el otro.

La pornografía no revela demasiado

Como decía el papa Woytila, la pornografía no revela demasiado, sino demasiado poco. Al utilizar la pornografía en pareja, uno se preocupa de “perfeccionar un conocimiento técnico”, olvidando que la intimidad nace y brota del corazón.

La pornografía no puede decirnos ni enseñarnos algo que no se encuentre fuera de la pareja, sino sólo dentro de ella.

No necesitamos tutoriales: necesitamos discernimiento, necesitamos crecer en la capacidad de compartir, necesitamos estima, necesitamos respeto. Una pareja verdaderamente íntima no necesita trucos.

Comprometer el propio matrimonio

El psicólogo del desarrollo Thomas Lickona ha hablado en repetidas ocasiones sobre el tema de la pornografía, advirtiendo de los numerosos riesgos que puede entrañar su consumo. En su opinión, “además de separar el sexo del amor, presenta un retrato muy distorsionado, casi inhumano, de las relaciones sexuales. No muestra comportamientos sanos, como la conversación afectuosa, los besos y los gestos de afecto. En la pornografía, todo está desviado y distorsionado”.

Quienes se acostumbran a la pornografía también acaban viviendo en un “mundo aparte”, alejados de la realidad. Se vuelven incapaces de captar la belleza de tener a su lado a una persona con la que crecer y madurar, con la que vivir una relación sana y profunda. La pornografía, de hecho, provoca continuamente al usuario, ofreciéndole “siempre nuevas parejas”. El consumo masivo de pornografía se asocia, por tanto, a una vida íntima de pareja casi inexistente, o, como en este caso, vivida de forma pobre, convirtiéndose en una expresión de gestos casi mecánicos.

Artículo publicado originalmente en www.familyandmedia.eu

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de octubre de 2025 No. 1580

 


 

Por favor, síguenos y comparte: