Por Arturo Zárate Ruiz
Esta semana recordamos a san Carlos Borromeo. Su labor fue clave a la hora de defender la fe frente a la revuelta protestante. Se esforzó por implementar lo decidido en el Concilio de Trento. Fue promotor de los seminarios para futuros sacerdotes.
Destacó, sobre todo, por su amor a los enfermos por la peste bubónica. De familia de banqueros ricos y poderosos (los Medici), no siguió el camino de los potentados que se retiraron al aislamiento, como relata Boccacio en su Decamerón, o Manzoni en Los novios. Borromeo prefirió organizar a los religiosos que restaban en Milán para alimentar y cuidar de los hambrientos y enfermos. Ellos alimentaban más de 60.000 personas por día, en una iniciativa costeada totalmente por el entonces cardenal, quien se endeudó para alimentar a los hambrientos. Él también visitaba personalmente a los que sufrían de la epidemia y lavaba sus heridas. A pesar de estar en la línea de frente junto a los enfermos, el buen cardenal no resultó contagiado. Vivió otros seis años después de la epidemia, tal vez la misma que marcó la vida y heroísmo de santa Rita de Casia en favor de los apestados. Otros bienaventurados como ellos son los siguientes:
Santa Catalina de Siena, contemporánea de santa Rita, también acudió al socorro de los desgraciados, sin mostrarse jamás cansada, y, como ella, operó algunos milagros. Ambas destacaron además por su amor por el Papa, uno como el de las buenas madres que no miman sino corrigen a sus hijos cuando se portan mal. Por ellas fue que los papas regresaron a Roma, tras su exilio voluntario y comodón en Aviñón.
San Luis de Gonzaga, cuando llegó la peste en 1591, pasó horas junto a las camas de los más necesitados. El padre Nicolás Fabrini atestiguará más tarde: “Daba horror ver a tantos que se estaban muriendo. Andaban desnudos por el hospital y se caían muertos por los rincones, con un olor insoportable. Yo vi a Luis servir con alegría a los enfermos, lavándoles los pies, arreglándolos, dándoles de comer, preparándolos para la confesión y animándolos a la esperanza”. Se contagió de la enfermedad al poner en sus hombros a un contagiado y llevarlo al hospital. Murió a los 23 años.
San Roque nació en Francia (siglo XIV), en donde adquirió sus conocimientos médicos. Al quedar huérfano, emprendió su peregrinación a Roma. Durante su trayecto detuvo su camino en varias ciudades para atender a víctimas de la peste, tan peligrosa que quitó la vida de 200 millones de personas. Cuando contrajo la enfermedad, su cuerpo se llenó de los característicos bubones y manchas negras. Después de algunos días, él sí se curó y se dedicó a sanar a muchas personas contagiadas y aun animales enfermos. Por esta razón, también se le conoce como el protector de los perros.
Santa Virginia Centurione Bracelli (siglo XVII) Era una viuda rica cuando explotó una peste en Génova. Ella albergó muchos enfermos en su casa. Quedando sin espacio, alquiló un convento vacío y construyó más moradas. Aunque la peste terminó, el hospital de Virginia continuó atendiendo centenas de personas enfermas, y la orden religiosa que Virginia fundó en medio de todo eso continua hasta hoy.
San Damián de Molokai fue misionero en Hawái, a fines del siglo XIX. Por dedicarse a la atención de los leprosos, confinados en sitios retirados, contrajo la enfermedad, la cual eventualmente lo llevó a la tumba.
Santa Marianne Cope atendió al llamado del rey de Hawái para traer a sus hermanas a Hawái y servir a los leprosos al lado de San Damián de Molokai. Aunque muchos temiesen que la enfermedad fuese extremamente contagiosa, Marianne garantizó a las hermanas que ninguna de ellas la contraería. Por medio de rígidas prácticas de higiene y mucha disciplina, las Hermanas trabajaron con los leprosos de Molokai por casi un siglo, sin que ninguna de ellas contrajese la terrible enfermedad.
No pocos de nosotros somos sobrevivientes del COVID, que afectó a muchos en 2020. Como san Luis de Gonzaga y san Damián de Molokai, no pocos médicos conocidos míos murieron por atender entonces —no obstante, el riesgo— a los moribundos. Entre los que cayeron por no poner a un lado sus obligaciones médicas están mis dos hermanos.
Pido a Dios por ellos y por todos los que entonces murieron. Pido, en especial, por todos los profesionistas de la medicina. Que Dios los guíe y asista en su labor.
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