Por Arturo Zárate Ruiz
Cristo es Rey. Lo dice san Pablo: «Que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”».
Porque a los gobernantes mundanos no les gusta esto y por costumbre se les olvida —es más, imponen la supremacía del Estado y persiguen a la Iglesia—, Pío XI instituyó el 11 de diciembre de 1925 la fiesta de Cristo Rey.
Hizo bien. Dicha proclama podría parecer una imposición religiosa, dañina a la libertad no sólo de creencias, sino incluso contraria a toda libertad. El come-curas Plutarco Elías Calles, Presidente de México, encontraría en ella un pretexto adicional para perseguir a los católicos y forzar el cierre de sus templos. Pero reconocer el reinado de Cristo es tremendamente liberador. Cuando Él reina, no estamos sujetos a ningún capricho, ya no digamos a los de un Estado opresor —como lo ha sido por muchas décadas y no en pequeña medida el mexicano—, sino inclusive a desvaríos de cada uno de nosotros, como el abandonarnos en la pereza, cuando Dios manda, y manda sabiamente, que trabajemos. Los mandamientos de Dios no son meras ocurrencias, sino rutas para alcanzar la felicidad. Se fundan en el orden de su Creación hermosa. Siguiéndolos alcanzamos la plenitud; dejándonos llevar por nuestros insensatos antojos, no.
Salvo que neguemos que hay un orden en la Creación de Dios, la libertad humana sólo puede consistir en abrazar ese orden. Así, la moderación al beber no es una cadena, sino una virtud para no caer en la esclavitud del alcohol; la castidad, no una negación de la sexualidad, sino una plataforma para alcanzar los goces superiores del matrimonio. Sucede que —aunque parezca tonto decirlo— la realidad en que vivimos es real (y además sabia). Por ello el abuso del alcohol y sus daños al hígado no es mera imaginación que pudiésemos modificar y convertir, por sólo pensarlo, en nutrición vivificante: es veneno; como tampoco, por mera imaginación, la infidelidad nos hará más libres: nos esclaviza, nos sujeta a apetitos meramente carnales sin nunca permitirnos alcanzar el buen amor.
En cambio, si reconocemos y aceptamos el sabio orden divino, podemos potenciar nuestras manos y nuestra cabeza. Si no las usamos según su orden, —trabajando y pensando correctamente—, nos pudrimos en la holgazanería y nos hundimos en una justa indigencia. «El que no quiera trabajar, que no coma», sentenció san Pablo. Pero si asumimos el reto de esforzarnos, creceremos no sólo en habilidades físicas y espirituales, también en prosperidad (salvo que Dios permita al Malo ponernos, como a Job, a prueba). Que no nos quepa duda. Cristo mismo trabajó. Fue carpintero, como san José, su guardián.
Al final, el reinado de Cristo no es para su beneficio. Pues, pensándolo bien, no nos necesita para sostener su existencia. Reina para promover nuestro bien. Él nos diseñó, y lo hizo bien, pues Él es la misma Sabiduría. Es, respetando ese diseño suyo, no ignorándolo, que seremos felices. Es siguiendo la ruta que, con este diseño u orden Él ha trazado, que llegaremos a nuestra meta, el Cielo. Lo propone, de nuevo, san Pablo: «corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús».
Cabe advertir que sus mandatos potencian nuestra libertad, no la coartan. Si no hubiera rutas y metas viables y buenas, no habría libertad porque no habría nada que escoger.
Cabe finalizar esta reflexión sobre Cristo Rey con estas estrofas del himno latino que refiere el Día del Juicio Final:
«Rey de tremenda majestad
tú que salvas solo por tu gracia,
sálvame, fuente de piedad.
Acuérdate, piadoso Jesús
de que soy la causa de tu calvario;
no me pierdas ese día.»
Imagen de Henryk Niestrój en Pixabay






