Por P. Fernando Pascual
Muchos descubrimientos científicos pueden ser aplicados en diversos ámbitos. Así, el descubrimiento de la penicilina se aplicó a la salud humana. El descubrimiento de las potencialidades de algunos átomos se aplicó en la construcción de centrales nucleares o de bombas atómicas.
Lo anterior vale no solo en nuestro tiempo, con descubrimientos asombrosos. Al inicio de la tecnología, un martillo podía servir para construir mesas o, por desgracia, ser usado para romper cabezas…
Nos damos cuenta de que las aplicaciones pueden ser buenas o malas, llevar a mejoras en el mundo o a peligros, incluso daños, en nuestras vidas.
El mundo antiguo empezó a elaborar recomendaciones sobre lo que sería correcto o incorrecto ante cada descubrimiento. Incluso algunos aparatos o técnicas fueron prohibidos precisamente porque se temía un pésimo uso de los mismos.
Hoy en día, con una tecnología que aumenta su poder gracias a descubrimientos portentosos, se hace más urgente elaborar parámetros éticos, sea a la hora de juzgar un nuevo artefacto, sea a la hora de enseñar a las personas a crecer en sus principios morales.
Es cierto que nunca podremos eliminar por completo el mal uso de un nuevo descubrimiento, por ejemplo de un principio activo de una medicina que alivia a miles de enfermos pero que puede ser empleado para asesinatos difíciles de reconocer como tales.
Pero el peligro del mal uso de lo que descubre un equipo de científicos o una persona en solitario, no debe paralizarnos ni cerrar la puerta a nuevas investigaciones.
Lo importante, por lo tanto, consiste en promover una buena ética, que se base en el respeto a la dignidad de cada ser humano (desde su concepción hasta su muerte) y que promueva la justicia; gracias a ella no solo respetaremos la vida y salud de otros, sino que buscaremos que todos tengan acceso a aquellos bienes (también los descubrimientos técnicos) que hacen un poco más hermosa nuestra existencia terrena.
Image by Gerd Altmann from Pixabay






