Por Arturo Zárate Ruiz

Se inicia el Adviento, tiempo de espera, esperanza, por la Natividad del Señor. Tiempo también de colocar —más que foquitos y arbolitos— nacimientos en nuestros hogares, con las figuras que nos recuerdan la venida de nuestro Salvador.

Destaca allí santa María, su Madre. El Altísimo puso sus ojos en Ella, pues le atrajo su humildad. Y su valentía. Arriesgó ella ser repudiada y lapidada tras su embarazo, uno sin haber consumado todavía su matrimonio. Bola de incrédulos. ¿Quién iba a aceptar entonces que todavía era Virgen, Purísima, y que concibió por obra del Espíritu Santo?

Lo hizo san José, su prometido, su posterior castísimo esposo. No sólo defendió a la Virgen, también aguantó las habladurías de los ignorantes. Y se convirtió guardián del niño y lo hizo heredero de su abolengo como descendiente del rey David. Por ello procuró que naciera en Belén, la ciudad de este gran antecesor.

Durante el Adviento, recordamos también, por supuesto, a san Juan, quien sería después el Bautista. Todavía antes de nacer, reconocería él a su Dios, saltando de gusto en el vientre de su madre, santa Isabel, quien a su vez le diría a santa María «Bendita tú, entre las mujeres, Bendito el fruto de tu vientre».

El mensajero de la buena nueva a santa María sería el arcángel san Gabriel. La saludó así: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». María, tan sencilla, se sintió consternada por oírse descrita así. Por ello el ángel le explicó «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. .. No hay nada imposible para Dios».

Durante su visita a santa Isabel, María le compartiría su gran alegría: «Mi alma magnifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de su esclava. En adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡santo es su Nombre!»

Gabriel también anunciaría la Buena Nueva a los pastores. Ellos, dejándolo todo, fueron corriendo a Belén, a adorar al Niño, a adorar a Dios. Tan pobres eran que no pudieron ofrecerle más regalo que lo que, viéndolo bien, fue lo mejor: su corazón.

Venían ya en camino los Magos, o, como muchos reconocemos, los Reyes. Si los pastores representaron al pueblo llano, los Magos representaron a los grandes potentados, a los líderes de naciones, a los sabios, quienes se acercaron para reconocer en el recién nacido la mayor riqueza, el mayor poder y la infinita sabiduría. Reconocerían al Rey de Reyes.

Se encuentran allí también los animalitos, ya los domésticos como el perro, la vaca, las borregas y el burro, pero también los salvajes como el lobo. Todos conocen a su Creador y Sustentador, quien descansa no en una cómoda cuna, propia de reyes —Él lo es—, sino en un pesebre, en la paja que se les sirve a los brutos como alimento. ¡Qué gran alimento será Él para nosotros, aún más brutos que los brutos por nuestras desobediencias!

De entre los animalitos, uno se aparta con espanto. Es la serpiente. Huye de la Purísima quien le aplastó la cabeza con su pie para poner fin a su reinado.

No está allí el envidioso y usurpador Herodes. Pero no tardaría en enviar a sus tropas para matar a cuanto niño vivía en Belén. Para él era muy probable el eliminar así a Jesús, a quien veía venir a reclamarle su trono. Los ricachones de hoy también promueven matar a los niños con la anticoncepción y el aborto. Piensan que los muchos niños le restarán a ellos acceso a más dinero, que, aunque ya los empacha, quieren más.

Es de noche. Debía ser así, pues, tras la noche del pecado sigue el Sol, que, con su luz y su fuerza nos restauraría a la vida.

Pero es en medianoche que un gran clamor rasga tanta oscuridad. Son el ejército celestial que prorrumpe en cantos «¡Gloria a Dios en el Cielo, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad!»

Arriba brilla la estrella de Belén, e indica a los Magos, y a todos nosotros, quién es el Señor, nuestra salvación.

Abajo están María, José y el Niño que en su pobreza y humildad nos recuerdan cuál es el camino de la santidad.

 
Imagen de Myléne en Pixabay


 

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