Por P. Fernando Pascual
Dios ama al hombre, a cada hombre, a cada mujer. Y para decir, gritar, que ama, necesita manos, necesita pies, necesita ojos, necesita bocas.
Cada vocación al sacerdocio o a la vida consagrada se explica como una llamada a estar con Cristo y a llevar su vida al mundo.
Así ocurrió en la vida de cada apóstol, llamado de modo personal por el Maestro: Pedro, Andrés, Juan, Santiago…
Así ha ocurrido a lo largo de los siglos: Dios mira e invita a miles de hombres y mujeres para estar con Él y para anunciar su Evangelio a otros.
También, un día, me miró a mí. Me dijo que la mies es abundante y que faltan trabajadores.
Quizá me hizo ver necesidades concretas de nuestro mundo, al ponerme ante tantas personas que no tienen casi nada. O quizá me estimuló el ejemplo de algún sacerdote que conocí en mi parroquia, en la escuela… O quizá… Cada uno tiene su historia.
Dios, al llamarme, no se detuvo ante mi debilidad, mi barro, mis flaquezas, mis egoísmos. Todo el que recibe la llamada de Dios, si es humilde, tendrá que decir:
“Señor, no soy digno”.
Pero es entonces cuando uno descubre que Dios no exige grandes cualidades, sino que espera disponibilidades. Le basta un “hágase” para hacer maravillas.
Por eso, si le doy mi sí, Dios puede hacer conmigo lo que hizo con Pedro, con Juan, con Pablo, con Francisco de Asís, con Catalina de Siena, con Teresa de Jesús, con Ignacio de Loyola, con Karol Wojtyla…
Puedo hacer mías las palabras de san Pablo VI en un texto publicado tras su muerte:
“Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido? ¿Tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: eligió Dios lo necio del mundo… para que no se gloríe ninguna carne en su presencia (1Cor 1,27-28)”.
Reconozco que llevo un tesoro en vaso de barro. Pero lo llevo con Cristo y por Cristo. Ya no me fijaré en mi debilidad. Ya no me dejaré asustar por los ataques del mundo. Le miraré a Él, y le diré:
“Señor, lo que Tú quieras”.
Recordaré y repetiré, con sencillez y confianza, las palabras de entrega de Charles de Foucauld:
“Padre mío, me pongo en vuestras manos; Padre mío, me confío a vos; Padre mío, me abandono a vos; Padre mío, haced de mí lo que os plazca; sea lo que sea lo que hagáis de mí, os lo agradezco; gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; os doy gracias por todo, con tal que vuestra voluntad se haga en mí, Dios mío; con tal que vuestra voluntad se haga en todas vuestras criaturas, en todos vuestros hijos, en todos aquellos a los que ama vuestro corazón, no deseo nada más, Dios mío; pongo mi alma en vuestras manos; os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque os amo, y para mí es una necesidad de amor el darme, ponerme en vuestras manos sin medida; yo me pongo en vuestras manos con infinita confianza, porque vos sois mi Padre”.
Image by Gustavo Rios from Pixabay






